Relatos cortos

ESTE RELATO PARTICIPÓ EN LA PROPUESTA DE «EL TINTERO DE ORO» DE 11/2022 DE ACUERDO CON LAS PREMISAS DE ESTE CARTEL:

 


 

Nota previa: Espero que entre la amplia casuística de villanos, se admita el mío que aunque no pertenezca al mundo de la ficción, sí al sentido etimológico que da la RAE al término: “ruin, indigno, indecoroso”. De él he hecho —del pensamiento del personaje— una interpretación libre.

 

 

EL TRIUNFO DEL VICIO SOBRE LA VIRTUD

Toda mi vida he luchado contra mi enemigo irreconciliable, quien, en los mejores momentos de mi existencia, se ha presentado recordándome el valor de la virtud que hace tiempo practiqué. No sé quién ha ganado, aunque a estas alturas ya nada importa. Ambos nos iremos juntos de este mundo.

 

He frecuentado el precipicio de la concupiscencia donde nadie está libre de caer pues muchos que lo critican lo miran de reojo. Vicio o virtud se confunden porque la perversión de la moral establecida es el único camino del auténtico placer. Algunos lo desean, otros lo aborrecen, pero todos en su intimidad fantasean con ello. Siempre se ha practicado y estoy convencido de que se seguirá haciendo y sé que, después de mi, se hablará abiertamente, sin pudor. La vía está abierta.

 

La envidia es vengativa, por eso prefiero las ratas. Lo digo con pleno convencimiento pues convivo con ellas. Amigas en ocasiones y rivales cuando de comida se trata porque, en eso, no nos respetamos. Son mi única compañía y puedo decir que he visto en ellas la nobleza que no vi en quien me metió en la Bastilla y más comprensión que el enemigo que anida en mí.

 

Me han diagnosticado demencia libertina, lo que significa que acabaré mis días recluido en el manicomio de Charenton para castigar mi placentera locura. Al menos mi nombre y mi obra literaria serán recordados entre quienes buscan en el sexo los placeres vedados. Yo, Marqués de Sade, no me arrepiento de nada.


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 ESTE RELATO PARTICIPÓ EN LA PROPUESTA DE «EL TINTERO DE ORO» PARA 10/22DE ACUERDO CON LAS PREMISAS DEL SIGUIENTE CARTEL:




EL TERCER BESO



Mi vida comenzó cuanto traspasé aquella puerta. No es que antes no hubiera tenido vida, no, pero esos ojos clavados en mí, lo iniciaron todo.  

Con doce años, camino de la escuela pública, bordeaba la tapia del Royal College. Chicos algo mayores que yo. Me quedaba un rato pegado a las verjas del patio escuchando sus risas con temor a ser descubierto, admirando unos uniformes que denotaban un estatus inalcanzable y las carteras repletas de libros que algunos se atrevían a adornar pegando fotos del ídolo del momento, James Dean.  Los veía correr y perderse tras el portón antes de que se cerrara con un estruendo que me devolvía a mi realidad. 

Un día, cuando me pareció que habían salido todos los alumnos, mis ganas de saber qué había dentro me empujaron por un largo pasillo con el temor de quien sabe las consecuencias y con el gusanillo de la aventura. Había una puerta abierta. Entré. Allí estaba ella, sujetándose el pelo con un pasador y acariciando su cola de caballo.

 Al verme se le cayeron unos apuntes que rápidamente recogí para dárselos.

—No importa, ya los he pasado a limpio.

 Su mirada me desarmó para siempre. En ese instante sentí cómo se alteraba mi interior y por primera vez intuí qué era eso del amor. Ruborizado, bajé la vista a los papeles: “Estudio sobre anatomía humana”.

 —De mayor seré médico. —solté sin haberlo pensado jamás.

 —Yo no sé qué quiero ser. Mis padres se empeñan en que haga Bellas Artes —hizo una pausa con un gesto de resignación y siguió—. ¿Cómo te llamas?, yo me llamo Yudy.

—Wi… Willian —conseguí balbucear a duras penas.

 —¿Wiwillian? —repitió con una sonrisa.

 —No, solo Willian —contesté aturdido.

Yudy se levantó y me besó suavemente en los labios. Avergonzado, guardé con cuidado los apuntes debajo de la camisa como quien esconde el mayor tesoro y salí corriendo sin volver la mirada.

Cuando al año siguiente Willian se incorporó al instituto, se enteró por una escueta nota a modo de despedida que los padres de Yudy la mandaban a estudiar a un internado de otra ciudad y que no se verían más. Aunque la letra fuera suya, siempre pensó que estaba dictada por otra persona. Perdió todo contacto, pero siempre la tuvo presente. 

Sus compañeros de aula eran de clase acomodada. Hacían gala de un paternalismo que a Willian le llamaba la atención por excesivo. No supo hasta mucho tiempo después el porqué a un muchacho de familia humilde le daban tantas atenciones. Solían dejar claro de dónde provenía: “¿Serás de mayor fontanero como tu padre?” repetían con ese tono de condescendencia. Era su perversa diversión. El compañero de mesa siempre había sabido que sería abogado, no uno cualquiera, tenía ya reservado un despacho en el gabinete de su padre. 

Al ingresar Willian en la universidad, empezó a destacar por sus resultados, pero le seguían tratando con una exquisita pátina de hipocresía. Estaba acostumbrado y les seguía el juego. No podía defraudar la memoria de un padre muerto antes de tiempo ni a una madre que le sacó adelante como pudo. Siempre había sabido cómo, pero jamás quiso reconocerlo. 

Un día, paseando por el bulevar mientras decidía qué oferta de trabajo aceptaba, vio a Yudy a unos metros entrar en un club exclusivo. Su corazón dio el mismo brinco que la primera vez en el aula. No lo dudó un instante y la siguió. Por unos momentos recreó su mirada observando cómo alisaba su falda al sentarse. La misma delicadeza de cuando lo hizo con el pelo. Pensó que las manos que habían hecho ese movimiento acariciante eran las suyas y que había sentido el suave tacto de la piel. Cruzar sus miradas fue el resorte para, sin mediar palabra, fundirlos en un beso profundo cargado de deseo. Ajenos a cuanto ocurría en el salón, no vieron cómo algunos socios hacían gestos de reprobación y se arremolinaban a su alrededor. 

—Perdón, caballero, tenga la amabilidad de acompañarme. Este club está reservado en exclusividad para sus socios —dijo en un susurro un camarero golpeándole suavemente el hombro. 

—Este no es tu sitio. Hasta aquí podíamos llegar. Sáquele de aquí—exclamó alguien elevando la voz. 

Sin darle tiempo a reaccionar, Willian se encontró en la calle llevado de malos modos. Pensó que se había colado donde su estatus no le correspondía, pero no podía dejar escapar esta oportunidad. Apostado discretamente en los jardines de enfrente, decidió aguardar a la salida de Yudy. Esperó hasta que el último empleado apagó las luces y pasó la llave a la puerta, cerrando con ella sus esperanzas. 

 El tiempo lo relativiza todo, pero jamás dejó de pensar en ella. Se volcó en su trabajo en la sección de oncología del Hospital Central porque un día, en un impulso repentino, había decidido que esa sería su profesión.

Al tiempo, en una visita a los pacientes con grado de enfermedad avanzado, se encontró con Yudy sometida a una quimioterapia agresiva que le había estragado el cuerpo. Había perdido el pelo, muchos kilos y la viveza de la mirada que le cautivó aquel día en el instituto. Se reconocieron al instante. La expresión de Yudy cambió devolviéndole cierto color al rostro. No se podía levantar pero, con dificultad, extendió los brazos hacia Willian. Juntaron sus labios en un beso definitivo, interminable, diciéndose sin palabras todo lo que siempre se habían amado.


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ESTE RELATO PARTICIPÓ EN EL CONCURSO DE «EL TINTERO DE ORO» PARA 9/2022 DE ACUERDO CON LAS PREMISAS DEL CARTEL:





POLVO ERES

 

Al principio todo fue confuso para Luka, pero ahora está recomponiéndose a buen ritmo.

 

«Jamás hubiera pensado que la resurrección consistía en esto. Digo más, negaba rotundamente, por imposible, que tal acontecimiento pudiera suceder.

 

»Lo primero y más costoso fueron las manos. Buscaba los trocitos adecuados y los movía a base de impulsos mentales. A partir de ahí va mejor porque puedo agarrar las cosas. Una vez que se perfila el miembro correspondiente, la reconstrucción es casi automática, milagrosa podría decir. Suerte que desde pequeño me justaba componer puzles. Una vez hice uno de cinco mil piezas, pero este sí que es enorme, es como si juntara todos los que he hecho. Tengo que ir descartando lo que no sirve. Es increíble la de objetos que no pertenecían a mi cuerpo cuando me incineraron: el ataúd, los ropajes, un botón que me tragué de niño y del que había perdido el recuerdo, una dentadura olvidada de otro incinerado y restos de micro plásticos acumulados.

 

»No sé si es peor mi trabajo o los del departamento contiguo lleno de quienes quieren reencarnarse y los que deben resucitar con su propio cuerpo y alma. Una opción que hace muy complejo saber qué es de quién pues muchos se disputan la propiedad de algún elemento compartido. Los espíritus van errantes de aquí para allá, buscando datos de una memoria perdida, reparando el software para un montaje idóneo.  

 

»Calculo que esto me llevará una eternidad, pero ¿a quién le preocupa el detalle del tiempo?».

 Cita de Leonard Cohen en la que se apoya el relato: «No entiendo bien el proceso de reencarnación pero no me gustaría convertirme en el perro de mi hija».


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 ESTE RELATO PARTICIPÓ EN LA PROPUESTA DE «EL TINTERO DE ORO» PARA MAYO 2022 DE ACUERDO CON LAS PREMISA DEL SIGUIENTE CARTEL:




SE REANUDAN LAS CONCENTRACIONES DEL PRIMERO DE MAYO

Alrededor de tres mil personas, según la Delegación del Gobierno, se concentraron ayer ante la sede de la Confederación de Empresarios, después del parón de nueve años sin celebrar la fiesta del trabajo, prohibido por las autoridades europeas por causa de la guerra. En esta convocatoria de 2032, la consigna del SUV (Sindicato Unificado Vertical) fue llenar la plaza de pancartas.

Para amenizar la espera, los organizadores pusieron repetidas veces por megafonía el Himno de la Alegría: «Escucha hermano… volverán a ser hermanos».

La primera intervención corrió a cargo del presidente de la CE quien destacó la importancia del día: «Estamos muy contentos de ver a tantos de ustedes, gente encantadora, aquí en este día. /We're so glad to see so many of you, lovely people, here this day. Damos la bienvenida a los popes de la comunidad trabajadora con quienes compartimos balcón y mantel. Esperamos que disfruten del espectáculo».

A continuación, el representante del SUV apostilló: «Recuerde gente que no importa quién seas y lo que haces para vivir, prosperar o sobrevivir. Todavía hay cosas que nos hacen iguales, tú, yo, ellos, todos. /You me them everybody, everybody. Todos necesitan a alguien. Everybody needs Somebody. Recordad: nunca, nunca tendréis un lugar para esconderos. Te necesito a ti, a ti, a todos. Os necesitamos».

Terminadas las alocuciones, empresarios y dirigentes sindicales al unísono lanzaron a la muchedumbre miles de cabezas de gamba, que eran recogidos con las pancartas a modo de improvisado capazo, entre la algarabía de una masa exultante.

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ESTE RELATO PARTICIPÓ EN EL CONCURSO DE «EL TINTERO DE ORO» PARA 4/2022 DE ACUERDO CON LAS PREMISAS DEL CARTEL:



 
                                                             HABITACIÓN 115
 
Norris Blake, inmóvil en medio de la habitación, miraba con indiferencia a Kelly tendida sobre el sofá con un balazo que le había reventado la cabeza. Estudiaba la mejor manera de salir de aquel embrollo. «Todo se me ha complicado. En mala hora acepté el encargo», pensó.


Seguir a una esposa infiel parecía sencillo y dar un susto para espantar al osado que se la estaba beneficiando, también. Era su especialidad. Tampoco era el primer trabajo que le encargaba Paul. De paso, pretendía el marido despechado que sirviera de escarmiento a esa zorra —según la calificó— por pegársela con cualquiera.


Este caso no alcanzaba el nivel planetario que en un tiempo ansió, pero serviría para darle la vidilla que necesitaba.


A la vista de la foto de la mujer a espiar ya no le pareció tan buena idea, pero el fajo de billetes que le había adelantado le disuadió. La siguió durante un par días, más por meterse en el papel y justificar la paga. Descubrió que él no era el único con quien se entendía.


No tuvo ningún problema en quedar con ella. Lo hacían todos los martes sobre las 20 horas en el mismo pub donde se conocieron. Luego iban a la habitación, siempre la 115, de un discreto motel. Jamás quedaban por teléfono. A ella le gustaba por la discreción, a Norris por no dejar rastro de sus llamadas.


—Kelly, esto no funciona. Creo que deberíamos pensar en dejarlo.


—¿Qué es lo que no funciona —replicó Kelly ofendida—, que ya no follas como antes?


—Tu marido me ha contratado para seguirte y dar un escarmiento a ese con quien te entiendes. No sé si se refiere a mí o al capullo con el que te vi ayer. Esto me desborda y quiero arreglarlo. Un esposo cornudo, sin escrúpulos y rico es muy peligroso.


—¿Me has espiado? Espero que no seas capaz de irle con cuentos a Paul. Yo creía que entre nosotros había algo.


—¿Algo? Mira, Kelly, tú eres solo el desahogo de esta profesión que cada vez da más por el culo. Vivimos entre carroña devorándonos unos a otros. No tengo ningún inconveniente en cargarme a tu marido si me garantizas los mismos ingresos.


—¿Cómo te atreves? ¡Te acuestas conmigo y te pago los vicios! ¡Sin mí estarías tirado por ahí! ¡¿Qué más quieres, eh?!


—Pues, eso, quiero algo más. A tu marido le sale el dinero por las orejas, así que por esta información le puedo pedir lo que quiera y por tu vida más. Mira, princesa, para mí vales más muerta que viva.


A partir de ese momento la discusión fue cada vez más bronca. El tráfico de la autopista mitigaba los gritos que salían al exterior pero no así el ardor de la gresca. Kelly estaba histérica. Agarró una estatuilla de bronce de la repisa y se abalanzó sobre Norris, este sacó su pistola, le metió el cañón en la boca y disparó.


Cuando Norris Blake puso en claro su plan, cogió el móvil de Kelly, buscó el número de Morgan y le mandó un mensaje: «Ven urgente al motel, besos». Con Morgan toda precaución era poca, pensó. Antiguo socio, ahora la colaboración era esporádica.


No tardó más de diez minutos en aparecer. Se quedó de piedra cuando Blake le abrió la puerta. Echó una mirada al interior pero no dijo nada.


—Pasa, Morgan, te invito a un whisky y te explico. Antes que nada juguemos limpio y pongamos las cartas sobre la mesa, y lo demás, claro —dijo depositando su pistola e invitando a su colega a que hiciera lo mismo.


—Aquí ha pasado algo como ves, pero lo que más me preocupa es  deshacerme de esto antes de que atraiga a las moscas, ya me entiendes. Ahí entras tú. Necesito que lo limpies y me proporciones una coartada fiable para hoy.


—Lo primero está hecho aunque te costará caro, en cuanto a la coartada, no me metas. Ya me la liaste una vez y me costó seis meses por falso testimonio. Por cierto, ¿quién es la afortunada?


—Mírala tú mismo —contestó Blake mientras de un salto se abalanzaba sobre la mesa, recogía las dos pistolas y disparaba a la rodilla de Morgan antes de que este pudiera reaccionar.


—Morgan, nadie se cepilla a mi chica sin consecuencias. Tú me vas a servir de coartada. Esta pistola mía ahora es la tuya con la que has matado a Kelly y con la tuya te mataré en defensa propia cuando intentaba proteger a la chica.


Morgan, ya en el suelo, había cambiado la expresión de incredulidad que mostraba cuando llegó.


—En tus ojos no veo miedo sino odio, por eso no tengo más remedio que liquidarte. Pasarás a la historia como un auténtico canalla, yo quizás no me encumbre en este oficio de mierda, pero servirá para lavar un poco mi reputación y soportar mi mezquindad.


Norris Blake retrocedió hasta la entrada, disparó dos tiros al cuerpo de Morgan y otro a la pared. Desde la posición de Morgan hizo otros dos disparos hacia la puerta con la pistola que había usado para matar a Kelly, limpió sus huellas y se la puso a Morgan en la mano.


—La dignidad acaba donde empieza la necesidad. Se trata de salvar mi culo, compréndelo, y lo haré a tu costa, pero ahora que ya estás fiambre, supongo que te dará igual.


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ESTE RELATO PARTICIPÓ EN LA PROPUESTA DE «EL TINTERO DE ORO» PARA 3/2022 DE ACUERDO CON LAS PREMISAS DEL CARTEL:

 

 


ACUERDO EXPRES

 

La nueva limpiadora dio la voz de alarma. Había encontrado un cadáver en el ascensor.

Llevaba apenas una semana en el empleo que lo había conseguido por su consuegra, conocida del administrador. Laureano, el administrador, que vivía en el segundo, le hizo entrega de las llaves y en qué consistía su trabajo, añadiendo: “El ascensor lleva años sin funcionar, no lo limpies”. Genara, la limpiadora, por mostrar un plus de bien hacer, quiso limpiar los cristales de las puertas ya que no lucían con la prestancia que atesoraban.

Amancio, el del primero,  salió al rellano alarmado por las voces de Genara y se apresuró en avisar a Nicasia, la del tercero, con quien había tenido algún afer escabroso desde que desapareció el marido de esta, precisamente cuando el elevador colapsó. Nicasia, la despechada, comentó que no sabía nada, pero que se parecía a Nemesio, “el calzonazos de mi marido”, añadió, por las zapatillas. Que un día dijo que se iba a por tabaco y no volvió. Odón, el del principal, a la vista de la escena, aprovechó la ocasión para rescatar algo que casualmente estaba junto al difunto que había perdido hace tiempo, alegó.

Laureano, el administrador, mostró mucho interés en echar tierra al asunto. Si se fue, se fue, sentenció, a lo que Nicasia, guiñándole el ojo, dio su conformidad. A los del cuarto ni les avisamos, esos tortolitos llevan poco tiempo aquí y no acuden a las juntas. Decisión que tomaron por unanimidad, dando carácter de acuerdo comunitario.


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ESTE RELATO PARTICIPÓ EN LA PROPUESTA DE «EL TINTERO DE ORO» DE 02/2022 DE ACUERDO CON LAS PREMISAS DEL SIGUIENTE CARTEL:



UN DIAMANTE POR ENCARGO 

Este golpe nos iba a solucionar la vida y mira dónde estamos: chapados y viendo la maravillosa vida de los demás por la tele. Aquí reina la monotonía: de la celda al patio, del comedor a la tele y todo el día aguantando a mi hermano que es idiota hasta hartar. 

—Pero me interesa saber, señor Berto, dónde está la codiciada Estrella Rosa. 

—Qué empeño tenéis los periodistas con el dichoso pedrusco. Yo no lo afané. Punto. 

—Vale, al menos cuéntanos cómo pasó. Fuisteis a robarla expresamente ¿no? ¿Quién os dio la información? 

—Jamás vimos a quien nos dio el soplo. Nos echaba notas al buzón con las instrucciones. Dijo que estaba chupado. "Ese día no habrá nadie en casa, entrad por la cocina, desactivad la alarma según plano y arramplad lo que podáis, pero a mí me guardáis el diamante, ya os diré cómo y cuándo me lo daréis". Los trabajitos los hacía siempre con mi hermano, el Tenor, porque su corpulencia disuadía de cualquier conato de oposición, eso sí, mientras permaneciera calladito, porque su voz atiplada era más motivo de mofa que de canguelo. Para golpes de más envergadura, como era el caso, llamaba a Saltavadillos y a su cuñado. 

—Una vez dentro, ¿qué hicisteis? 

—Fuimos precavidos al sospechar cierta vigilancia. Dejamos la furgona lo bastante lejos como para que el ruido del motor no nos delatara, esperamos al anochecer, nos pusimos unas caretas compradas por Saltavadillos en un chino y nos aproximamos sigilosamente. Nos colamos por la cocina como nos dijeron. Allí había un chino diminuto de edad indefinida —di por hecho que sería el cocinero— y su ayudante que bien podría ser la esposa o la hija. "¡Todo el mundo al suelo, joder, al suelo!", gritó el Tenor. Siempre le digo que se quede calladito, pero se mete tanto en el papel que no lo puede evitar. Se viene arriba en cuanto desenfunda la Bereta. "¡Yo conocelte, capullo!", le soltó el enano a Saltavadillos que permanecía en la entrada petrificado como en una aparición, "yo vendelte caletas". 

»¡No te jode! El supuesto cocinero era el suministrador del material de camuflaje. Pero ¿cómo era posible? ¿No dicen que se pasan las veinticuatro horas del día en la tienda? ¿Qué coño hacía ahí a estas horas? Estaba claro que el negocio más importante de nuestra vida se nos iba de las manos. Había que actuar rápido. Entre el tenor y yo redujimos al oriental con facilidad. A la escurridiza china fue más difícil pillarla. Saltavadillos y su cuñado la persiguieron un buen rato alrededor de la isla de aquella enorme cocina, hasta que en una treta muy bien coordinada y magistralmente ejecutada, le echamos el guante. Una vez reducidos, los encerramos en la cámara frigorífica. 

—¿Y cómo os pillaron? 

—De lo que pasó después, aún hoy no tengo una explicación. Se fue la luz y comenzó a sonar la alarma, el Tenor vació el cargador en un plisplás sin mirar dónde pegaba, Saltavadillos y el otro echaron a correr hacia la furgona orientándose con la tenue luz de la luna y desaparecieron. Desde entonces jamás les he vuelto a ver a esos cagados. Nosotros llegamos a casa al amanecer, destrozados después de caminar por donde pasara inadvertida nuestra presencia. Me tumbé en la cama. Mi hermano no llegó ni siquiera al sofá y se quedó repantingado en medio del salón. 

»Me despertó el sonido del televisor a todo volumen. No sabía qué hora era: "Prosiguen las pesquisas sobre el robo acaecido en la mansión de la familia Escobar. La policía se muestra hermética en la investigación. Fuentes cercanas al excéntrico propietario han asegurado que entre las joyas robadas se encuentra la Estrella Rosa, cuya reciente subasta en Hong Kong alcanzó los 72,1 millones de dólares. Los peritos de las aseguradoras no se ponen..." 

»Con ese instinto de supervivencia del que estamos dotados los profesionales del oficio, apagué el aparato de un manotazo y empujé a mi hermano hacia la puerta. En menos de media hora llegamos al local del chino para obtener respuestas. Allí estaba, al fondo del recinto entre dos estanterías, él o alguien muy parecido, sonriente como quien espera una venta. Parecía que no me había reconocido, pero enseguida me espetó sin dejar de sonreír: “Acélcate mamalacho”. No lo dudé un instante. Me abalancé como una fiera. Antes de llegar, se me vinieron encima las estanterías de ambos lados del pasillo. Cuando desperté, media docena de maderos me llevaban en volandas, me tiraron en la lechera y fui directamente al talego. Y aquí estoy esperando a que pasen los seis años que me endilgaron en el juicio y vengarme. Aunque lo primero será investigar de qué va este embrollo. No descarto ninguna hipótesis. Llegaré hasta el final, como me llamo Berto.

—Vaya, vaya. No sabe nada, no conoce a nadie, no tiene la joya…

—Eso es todo lo que sé. Mira, te voy a dar el titular: “Berto insiste en su inocencia”. Ni siquiera me llevé un pelador de patatas, nasti de plasti. Se acabó la entrevista, es mi rato de ver la tele. Que pase usted buen día.

Mientras veían la televisión, Berto comentó a su hermano:

—Mira, Tenor, para mí todos los chinos son iguales, pero, o es obsesión mía, o juraría que este ricachón que está saliendo en las noticias es el que encerramos en el frigorífico.


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ESTE RELATO PARTICIPÒ EN LA PROPUESTA DE «EL TINTERO DE ORO» DE ACUERDO CON LAS PREMISAS DEL SIGUIENTE CARTEL


REGRESO AL PRÓXIMO PASADO

—Estoy pisando algo.

—Sí, hay algo en el suelo.

—Parecen galletitas chinas. 

—No son galletitas chinas, Tapón, ¡esto está lleno de serpientes! ¿Por qué tenían que ser serpientes?, las odio. Venía buscando fortuna y gloria y terminaré devorado por lo que más detesto. Enciende la última bengala, Tapón y sálvate tú si puedes.

— Yo no soy Tapón, soy Marty MacFlay, pero, doctor Jons, no desespere, vamos a salir de aquí, ya verá cómo lo hacemos.

—No te veo muy valiente con esa pinta de Clint Eeastwood amanerado. Pareces una gallina.

—¡A mí nadie me llama gallina! Mira quién lo dice, ¿llamas a esto arqueología? Los arqueólogos parecéis hombrecillos curiosos en busca de vuestras mamás. 

Un resplandor acompañado de una explosión iluminó por unos momentos la cripta.

—¡Hola, Doc! ¡Llegas a tiempo!

—¿Nos conocemos, muchacho?

—Soy Marty, ¿No te acuerdas?, tú me mandaste aquí.

—¡Por todos los diablos, tú todavía no has nacido!, bueno, sí pero no, por eso no recuerdo tu cara ¡Qué paradoja más peligrosa! Tú eres un holograma perfeccionado. Lo creé para que me trasmitieras un mensaje. No encuentro fuentes capaces de generar 1.21 gigawatios de potencia y el plutonio escasea. Tú deberías saberlo, te lo dije en… en… es igual.

—No necesitas plutonio para alimentar al condensador de flujo. Te basta con basura.

—¡Rayos!, ¡basura! Agarraos a la polea, os subo. Montaos en el DeLorean. ¿A dónde vamos?

—A mi Llévame al 10 de mayo de 1933 a la Puerta de Brandenburgo. Quiero recuperar el sombrero. 


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 ESTE RELATO PARTICIPÓ EN LA PROPUESTA DE «EL TINTERO DE ORO» DE ACUERDO CON LAS PREMISAS DEL SIGUIENTE CARTEL:





LA OTRA NAVIDAD

A Lucía no le habían dicho nada en casa. No sabía qué, pero notaba que algo raro pasaba. Un ajetreo inusual se había apoderado de sus padres en los últimos días. No tenían muchos, pero algunos muebles habían ido de su casa a la de sus primos. Dos grandes maletas con enseres y ropa esperaban en la puerta. Miraba enmudecida por algo que no comprendía.

—Lucía, elije el juguete que más te guste, nos vamos de viaje y no podemos llevar muchas cosas.

—¡Yupi! —exclamó exultante. Sin dar tiempo a más explicaciones, salió como un rayo de casa a contárselo a sus amigas.

No podía ser más feliz. Llevaba varios años pidiendo para regalo de Navidad que quería conocer la nieve, pero ese regalo no llegaba nunca. Le decían que estaba muy, muy lejos, que costaba mucho dinero y que ya iría cuando fuera más mayor, pero ella insistía año tras año en su mayor ilusión. Dudaba de quién sería el más eficaz con el encargo. Un año se lo pedía a Papá Noel, otro a los Magos de Oriente y otro al Niño Jesús. Este año lo hizo al Señor de la Nieve. «Estoy segura de que algún año lo conseguiré y quien lo haga será mi favorito para siempre», decía convencida.

Les contó a sus amigas sus planes. Primero tocaría la nieve para ver si estaba tan fría como decían; la probaría; haría un muñeco más grande que ella y le pondría una zanahoria de nariz; se tiraría bolas con las demás chicas y estaría todo el día jugando, deslizándose por las cuestas, dando volteretas y patinando sobre el hielo como una vez vio en una película. No paraba de decir todo lo que haría. Las amigas escuchaban llenas de envidia.

Cuando regresó a casa, se encontró a sus padres atareados haciendo paquetes.

—Prepara lo que vas a llevarte, mañana salimos. Igual no volvemos en mucho tiempo, pero allá donde vamos hay de todo. Ya verás cómo te gusta.  

Esa noche Lucía apenas pudo dormir. Tenía un nudo en el estómago y no paraba de darle vueltas a su cabeza. «No entiendo lo qué me está pasando. Debería estar contenta, pero tengo mucha pena. Si no volvemos en mucho tiempo, no podré jugar con mis amigas ni ir al cole. Mamá y papá llevan unos días que están muy tristes. El otro día hablaban en voz baja y mamá lloraba. Me dicen que me va a gustar, pero creo que lo dicen para que no me preocupe. Me parece que tampoco este año iremos a ver la nieve», pensaba.

Al día siguiente se despidieron de los vecinos y amigos y montaron sus enseres en una ranchera bastante desvencijada  de un conocido. Quedaba poco sitio, así que tuvieron que arreglarse para caber todos. Los mayores encima de los bultos y los niños apretujados en un rincón del maletero.

«No es muy cómodo, pero será divertido. Además hay más niños y desde aquí veré cosas nuevas». Pensó Lucía para consolarse.

El viaje, a medida que pasaban los días, se fue haciendo más penoso y la ilusión se apagaba a la misma velocidad que pasaban los kilómetros. Una tristura indescriptible se había apoderado de Lucía. Casi todo el día lo pasaban viajando por caminos en mal estado. Si no llovía, hacía mucho calor o se les acababa el agua. A veces la furgoneta se estropeaba, motivo de alegría para Lucía porque le permitía correr un rato y jugar con sus nuevos amigos, Lucas y Alan, mientras la arreglaban. Poco a poco se fueron juntando más y más furgonetas y camiones cargados de familias y de trastos en una columna interminable. Todos llevaban el mismo destino, un lugar que les sacaría de la penuria que habían dejado atrás, decían. Lucía enseguida comprendió que aquello no eran las vacaciones soñadas. Pronto llegaron los fríos de la montaña y todo fue a peor. Por las noches se acurrucaba en la manta al cobijo de sus padres y deseaba que esta situación terminara cuanto antes. «Tengo que ser fuerte. Seguro que esto lo hacen por mí. No me quejaré de nada para no disgustarles». Se repetía antes de dormir.

El día de Navidad llegaron a un campamento lleno de caravanas, furgonetas, toldos y gente de muchos lugares. Les dijeron que de momento no podían seguir. A su familia le dieron una tienda de campaña para descansar algunos días y guarecerse del frío que llegaba. Repartieron comida caliente para todos. Hubo fiesta, canciones y abrazos. También risas y lágrimas a partes iguales. Se notaba un ambiente de pesadumbre y desánimo. Lucía habló poco. En cuanto pudo se retiró a dormir y a soñar con la nieve. Lo hacía desde que iniciaron el viaje.

A la mañana siguiente Lucía se despertó temprano. Sentía frio y ya no quería estar más tiempo en la tienda. Salió con la manta sobre los hombros. El espectáculo que contemplo la dejó paralizada por unos instantes. El paisaje estaba completamente blanco hasta donde le alcanzaba la vista. No se lo podía creer.

—¡Papá, mamá, mirad esto, es un milagro! —gritó fuera de sí—. ¡¡¡Estamos en la nieve!!!

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 ESTE RELATO PARTICIPÓ EN LA PROPUESTA DE «EL TINTERO DE ORO» DE ACUERDO CON LAS PREMISAS DEL CARTEL




LA VAMPIRA DEL RAVAL

La denuncia de una vecina, dio pie a que la policía investigara a Enriqueta Martí. «Vi a una niña en la ventana con el pelo rapado». La investigación y los descubrimientos se precipitaron y con ellos las habladurías. La noticia se propagó con la velocidad que gusta a las malas lenguas en agrandar el horror; las mentiras eclipsaron las verdades y los encubrimientos, las acusaciones.

 Las revelaciones sacudieron la Barcelona de principios del siglo XX llena de modernismo y burguesía pero, a su vez, de degradación y miseria, de prostitución y pedofilia entre los que se desenvolvía Enriqueta, dejando la ciudad conmocionada. La leyenda negra estaba servida.

Enriqueta mendigaba de día y por la noche frecuentaba los sitios más selectos, dicen —siempre dicen por ahí— que para ejercer de proxeneta, de curandera o sacarles dinero, lo que alternaba con los prostíbulos más infames.  Un trauma la llevó a la locura y esta a ser una asesina en serie, pero la realidad puede tener otro rostro.

Las acusaciones que pesaban sobre ella de brujería, secuestro de niños para ofrecerlos como objeto de placer, proxenetismo, fabricación de ungüentos con vísceras y huesos infantiles, se fueron diluyendo, se rumoreaba para tapar la implicación de pedófilos de la alta sociedad a quienes proporcionaba sus servicios. Quedó condenada únicamente como secuestradora de aquella niña sin pelo de la ventana.

Enriqueta falleció de un tumor o de un linchamiento en la cárcel. También en esto dicen. En cualquier caso, sin revelar los secretos que escondía.


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ARMAGEDÓN

 
Lleva mucho tiempo cayendo una lluvia incesante de virutas de fuego que dejan un olor mezcla de hierro y carne quemada. Día y noche son iguales. El sol dejó de iluminar oculto tras el manto de densas nubes grises. Ahora son los fuegos celestes, las continuas explosiones, los que iluminan y orientan a los pocos que subsisten buscando cobijo, alimento y una explicación a lo que pasó.

«Contemplo mis manos ennegrecidas y mi cuerpo quemado mientras intento recordar aquel momento donde todo cambió para siempre. Me acuerdo de mi esposa, de mis colegas, de mi mundo, de la máquina de guerra que pilotaba pero que no tuve ninguna oportunidad de usar para defenderme. ¿Dónde están los demás? ¿Qué día es hoy? ¿Qué importancia tiene saberlo si siempre es lo mismo? ¿Qué hago yo ahora en este planeta devastado a punto de explotar? Camino todo el día y disparo a todo lo que veo moverse con el temor de que lo hagan ellos antes. Hay que tener cuidado y esquivarlos.  

»Por fortuna mi traje especial no se dañó y me protege de momento del fuego y del calor. Encontré un casco en una nave enemiga derribada que transmite de forma visual y sonora lo que intuyo que son instrucciones. No las entiendo, pero la visera y los filtros evitan que pierda la vista y pueda respirar impidiendo que rayos dañinos y contaminantes de cloro y flúor terminen conmigo. Me alimento de trozos de carne de cualquier especie que encuentre menos quemada con la convicción de que seguramente me esté envenenando o de que su ingesta me convierta en uno de ellos.

»Aquel día nos dijeron que salíamos en una expedición de reconocimiento. En los límites de la atmósfera de la Tierra tomamos contacto visual con naves de configuración extraña. Ningún signo exterior nos hacía pensar que su actitud no fuera pacífica. Conté no menos de cien. Estuvimos mucho tiempo, demasiado para que aquello terminada bien, observándonos unos enfrente de otros inmóviles, en silencio. Ese fue el error. Nuestros mandos no daban consignas de cómo proceder. Al poco tiempo emitieron luces y sonidos de saludo. Para cuando nos dimos cuenta, aquello era un ataque en toda regla. No pudimos reaccionar. Nuestro objetivo era el de establecer contacto amistoso. Una mala interpretación de alguna señal dio inicio al mayor exterminio jamás imaginado.
»Ha pasado tanto tiempo que he perdido la noción de él, no sabría cómo medirlo, pero es una circunstancia que nada aporta a mi precaria situación, únicamente añade más desesperanza. El cielo sigue escupiendo lluvia ácida; los bosques poco a poco fueron perdiendo su vigor y solo quedan troncos quemados bailando una danza macabra con los gases que emanan de las fumarolas que parecen sembradas por doquier; los ríos bajan negros y los mares  hierven produciendo constantes nubes tóxicas.

»Hace unos días, buscando algo que diera sentido al esfuerzo por prolongar mi vida, encontré un ser vivo. Algo me detuvo para no hacer uso de mi defensa. Quizás unos grandes ojos abiertos que transmitían más pena que ira y su posición huidiza acurrucado en un rincón de una nave derribada me hizo desistir de mi primer impulso. La comunicación telepática o verbal no parece posible. Le hablo y emite unos sonidos ininteligibles en lo que puede ser una contestación. Supongo que será un ser inferior para la experimentación animal o una mascota. Su apariencia externa difiere de lo que haya visto hasta ahora y de lo que había imaginado que podrían ser seres de otros planetas. He llegado al convencimiento de que es inofensivo y, en el caso de que me atacara, podría deshacerme de él con facilidad. Estamos llegando a un punto de entendimiento a la hora de buscar alimento. Caminamos juntos, sí, pero no dejamos de observarnos recelosos de que al menor descuido uno salte sobre el otro. De momento nos respetamos y valoramos la compañía. Estoy apreciando cierta inteligencia, lo cual me reconforta.
»Mi comunicador está inservible debido a la radiación electromagnética producida por la fusión de diversos rayos. Desde el primer momento de la conflagración no tengo manera de transmitir mensajes para que me rescaten de este planeta que, mucho antes de que nos aproximáramos, dejó de ser azul. Habíamos acudido para salvar a cuantos habitantes pudiésemos ante su inminente destrucción y ahora ni siquiera yo podré salvarme».


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LA CENA DE LOS IDIOTAS

 

—Los espárragos estaban cojonudos.

—Guarde las formas, que tiene una posición.

—¡Bah! Soy muy campechano. Me gusta comer a papo de rey, ji, ji. Oye, Chema, diles a estos lo qué hiciste cuando estuviste con George. Ya veréis, los tiene bien puestos.

—Pues estaba trabajando en ello en plan “todo va bien”, y en un descanso puse los pies sobre la mesa y le dije al tipo ese que yo corría diez kilómetros en cinco minutos.

—¿No te pasaste un poco?

—Cuidado con tus palabras. Si yo digo que es así, así es. Como lo de las armas. Jua.

—Mi noble linaje es sinónimo de ociosidad. Tal vez por ello siempre devaneo con ser una compresa. ¿Perversión?, lo admito. Parece una expresión muy perturbadora pero yo lo llamaría amor. Estoy en edad de jubilarme y mi madre sigue agarrada al cetro. Así que voy pasando el tiempo picando aquí y allá, Ya me entendéis.

—No pierdas la esperanza, Charles, mírame a mí. ¡Qué envidia dais todos! Me llamo Joe, pero podría llamarme de treinta y cinco maneras diferentes. Lo nuestro es menos prosaico. Desde que fundamos el imperio vivimos en un ejercicio de egolatría y, si me lo permiten, de soberbia como una hipérbole en sí misma. Nos gusta ir por ahí haciendo amigos. Libertades otorgadas, diría. Con los últimos hemos estado veinte años ayudándoles y les hemos dejado hechos unos zorros. No me digáis que no tiene retranca la cosa.

—¡Atentos! Viene un elefante.

—¡Dejádmelo a mí! Ji, ji.

 

 

CARTEL Y RESEÑA DE LA PELÍCULA


Título original Le Dîner de cons

Año 1998

Duración 77 min.

País Francia

Dirección y guión Francis Veber

Comedia

Reparto: Thierry LhermitteJacques VilleretFrancis HusterDaniel PrévostAlexandra VandernootCatherine Frot

 

Sinopsis: Pierre Brochant y sus amigos organizan todos los miércoles una cena que es una especie de apuesta: el que invite al idiota más extraordinario será el ganador. Una noche, Brochant está pletórico: ha encontrado una auténtica joya, un idiota integral. Se trata de François Pignon, un chupatintas del Ministerio de Finanzas con una gran pasión por las construcciones hechas a base de cerillas. Lo que Brochant ignora es que Pignon es un auténtico gafe, un maestro en el arte de provocar catástrofes.




14/6/21

LA MAGIA DE LA VOZ

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LA MAGIA DE LA VOZ

—Edu, cielo, no te estés todo el día viendo la tele y vete al parque a jugar con los amigos.

—¡Jo, mamá!, no me apetece ir al parque, estoy jugando aquí con Álex.

—¿Álex?... ¿Quién es Álex?

—Es mi amigo.

—¡Ah, ese Álex! Vale, luego baja a cenar.

Edu tenía nueve años, se divertía imitando las voces de los personajes de las películas y de los presentadores. Tenía la habilidad de captar, con solo escuchar unos instantes, las voces de la gente. Era capaz de entablar una conversación con Álex como si se tratara de dos personas.

En la escuela hacía los deberes y pasaba desapercibido entre profesores y alumnos. No le gustaba el futbol y solía pasear solo, siempre hablando consigo mismo. Empezó a juntarse de vez en cuando con una niña muy tímida como él, que había llegado hace poco a la escuela. Se llamaba Amal. Los compañeros la rechazaban por su color de piel y se reían cuando se confundía en clase con alguna palabra que no entendía. Edu la protegía cuando se metían con ella. Casi siempre era el mismo, Marcos, el hijo del alcalde, que se hacía el importante.

Un día, después de clase, Edu invitó a su casa a Amal.

—Tengo un secreto, pero prométeme que no se lo dirás a nadie.

—¡Un secreto! ¡Qué guay! No se lo diré a nadie, te lo juro.

—¡Chantatachan! Te presento a mi amigo Álex.

Sin darle tiempo a su amiga a reaccionar, empezó a imitar las voces de los profesores y de algunos compañeros. Estuvieron así toda la tarde. Rieron, disfrutaron y se hicieron muy amigos. A partir de entonces, fueron inseparables. Siempre iban a casa de Edu. «Aquí es más divertido, además me das merienda», decía con la ingenuidad de un ser sin maldad. Jugaban a imitar voces, Edu era un buen profesor:

—Primero tienes que concentrarte, luego le dices a Álex que se meta en la boca de alguien y es como si te metieras tú, cuando estás dentro, solo tienes que decir lo que quieras. Yo un día lo hice con mi hermano mayor.

—¿Si? ¿Funcionó?

—Creo que sí.

—¿Qué dijiste? Cuéntamelo.

—Mi hermano había roto un adorno de Navidad y mi madre me echaba a mí la bronca porque yo estaba ahí. Entonces apareció mi hermano riéndose y le miré rabioso y le mandé a Álex que se metiera en su boca. Entonces mi hermano dijo: «Mamá, Edu no lo ha hecho, he sido yo».

—¡Jo, qué guay!

Amal avanzaba con asombrosa rapidez en la escuela a pesar de ser un año menor. En poco tiempo destacaba por su facilidad en asimilar lo que se decía en clase. Leía todo cuanto podía y preguntaba a la profesora cuando tenía dudas.

Cada año, al terminar el curso, se hacía un festival en el salón de actos con  alumnos, profesores, padres y presidida por el alcalde. Los mejores alumnos, entre los que estaba Amal, hacían unas pruebas eliminatorias con lo que se había visto en clase durante el año. El ganador figuraba en el cuadro de honor. Casi siempre ganaba Marcos aunque no era muy listo pero, su padre solía hacerle preguntas fáciles.

—No te preocupes, Amal, yo estaré con el libro y cuanto te hagan la pregunta, la miro y te mando a Álex dijo Edu contento de ayudar.

—¡No, por favor! No quiero ganar con trampas —suplicó Amal muy asustada. Quiero demostrarles lo que valgo.

Durante la competición, se fueron eliminando poco a poco todos los compañeros hasta que solo quedaron Amal y Marcos para la pregunta final.

Edu había estado nervioso pasando las hojas del libro a cada cuestión que se planteaba, pero antes de que encontrara la solución, Amal respondía con seguridad la respuesta correcta. Los profesores y los padres aplaudían admirados de cómo una chica tan pequeña podía ser tan lista. Un amigo de Marcos le quitó el libro a Edu sin que este se diera cuenta, tan entusiasmado estaba con las contestaciones de su amiga.

Cuando el profesor iba a plantear el problema, el alcalde le interrumpió.

—Esta última pregunta la voy a hacer yo y el primero que la conteste será el ganador.

Se oyó un murmullo en la sala. Aquello les pareció indignante a todos. Lo había vuelto a hacer un año más, pero nadie se atrevía a contradecirle.

—¿Quién dijo: «Llega antes el que corre, que el que sabe a dónde va»?

Cuando lanzaron la pregunta, Marcos levantó la mano con prontitud. Edu vio cómo el alcalde le hacía señas como para dictarle la respuesta. Se indignó de tal manera que recurrió a Álex y, de pronto, le pareció que estaba dentro de la boca del alcalde quien empezó a mover los labios haciendo muecas raras y a decir cosas sin sentido.

—Guaf, guof, guiriguaf, chaf.

—Papá, no te entiendo —exclamó Marcos compungido.

El clamor de indignación hizo que el director de la escuela y los profesores que formaban parte del tribunal se levantaran para dar por concluido el acto. Amal, muy tranquila, levantó la mano.

—Yo me sé la respuesta —dijo chillando para callar los rumores—. Esa no viene en los libros de clase, pero la leí en uno de la biblioteca. Además no es así, es «No llega antes quien más corre, sino el que sabe a dónde va» y es de Séneca —concluyó con aplomo entre los aplausos del público.

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 9/05/21

ESTE RELATO PARTICIPÓ EN LA PROPUESTA DE “EL TINTERO DE ORO” DE ACUERDO CON LAS PREMISA DE ESTE CARTEL


 


 PSICOLOGÍA APLICADA


Cuando salí de la Facultad de Psicología, mi expediente me auguraba un futuro halagüeño. El Decano me recomendó en el más prestigioso gabinete de la ciudad: “Joyce Brothers y asociados”. Se publicitaban con servicio a domicilio y online, sesiones personalizadas, especializados en evaluación, tratamiento y asesoramiento. Nada de particular porque esto sirve para cualquier negocio. Todo con una orientación cognitivo-conductual orientada a “cómo alcanzar sus objetivos con éxito”. Una vez leí un libro homónimo donde se hablaba de las veinticinco reglas para triunfar, del test del éxito potencial, del buscador de riqueza y aspectos del mismo pelo, así que estaba preparado.

Una llamada de teléfono bastó para que desde el día siguiente empezase en la consulta. 

La primera persona que entró se me hacía conocida. Fue sencillo. Necesitaba un chute de autoestima que resolví con destreza. Unas palmaditas en la espalda bastaron. Me dijeron que venía siempre que iba a salir en la tele. Cuando se marchó, noté una leve alteración de mi estado somático que se incrementó con el siguiente, otra cara conocida, quien me contó sin tapujos cómo soñaba con deshacerse de sus rivales. Me asusté. Para el tercero, sentía sudoración, respiración anormal, aceleración de latidos, escalofríos, dolor en el pecho, sequedad en la boca, mareos y pensamientos suicidas. Me metí sin dilación en la consulta del colega de al lado. Con una sonrisa socarrona me expuso la situación. Este trastorno patológico es muy común entre quienes tratan con las élites de los políticos y altos ejecutivos. Se llama umbilifobia. 


Explicación del término:

Umbilifobia. Del latín umbilicus, ombligo. Hace referencia al centro o punto medio del cuerpo. En Grecia es el ónfalo donde, según la mitología, Zeus estableció el centro del mundo. Figuradamente es donde se miran los egocéntricos. Así pues, padecen umbilifobia quienes generan un miedo patológico a los egocéntricos. (Término inventado por el autor) 


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11/4/21

EL PANTEÓN DE LOS MONTFORT

 

ESTE RELATO PARTICIPÓ EN EL RETO PROPUESTO POR: «EL TINTERO DE ORO» DE ACUERDO CON LAS PREMISAS DE ESTE CARTEL.

  


Nota previa: Cuando se planteó este reto, en lo primero que pensé fue en el microrreto de 250 palabras de 11/ 2020 que debía dejar la acción inconclusa con un “continuará…”, y como no me gusta dejar nada sin terminar, he encontrado la ocasión propicia ya que aquel relato encajaba en la temática de este. Así que he adaptado ligeramente el inicio y lo he terminado. Pido disculpas por repetirme.

 

 

EL PANTEÓN DE LOS MONTFORT

 

El empleo de enterrador lo había heredado de su padre hace más de treinta años. Le gustaba. Decía Gregson que, más que un trabajo, era una afición. En una ciudad pequeña no se prodigaban los enterramientos, pero arreglaba los parterres y cuidaba las sepulturas hasta que los delirios de borracho se lo permitían. En las fiestas señaladas se quedaba en casa por el qué dirán aunque se sentía solo, una soledad distinta. En el cementerio hablaba con los muertos y se consideraba correspondido.

 El panteón de los Montfort era una excepción en su cuidado. Era el más suntuoso. Las paredes exteriores estaban adornadas con efigies esculpidas en mármol negro con rasgos grotescos. El frontispicio lo remataba una copia de la Victoria Alada de Samotracia y una leyenda: “la vida se muda, no se quita”. Gregson lo odiaba. Cuando pasaba cerca, escupía; pensaba que le daba mal fario: «estar ahí es sentir el abrazo de la muerte».

Era el atardecer del viernes cuando, al retirarse a casa, observó que algunas efigies habían desaparecido. Se quedó clavado con la boca a punto de soltar lo de todos los días. No le vio venir. Alguien se abalanzó sobre él derribándolo. Antes de que pudiera reaccionar, vio la sombra que creaba el crepúsculo reflejada en la pared blandiendo una espada dispuesto a descargarla en su cabeza. Gregson, aún en el suelo, intentó escapar. Dobló la esquina tan rápido como su falta de reflejos se lo permitía. El aparecido lanzó un furibundo ataque que impactó en la Victoria Alada. Un ala se desprendió y golpeó a Gregson quien, al intentar esquivarla, chocó con la puerta del panteón y cayó de golpe a la cripta. La puerta se cerró violentamente.

No sabe cuánto tiempo permaneció inconsciente. La tenue luz de luna que se colaba por el tragaluz rompía la penumbra. Estaba confuso, sentía el frio de las losas y olía a humedad y a cadáver. Conocía bien ese olor. Le costó tomar conciencia de su situación. Desistió de gritar pidiendo auxilio porque a esa hora intempestiva el cementerio estaba cerrado. El pánico se había apoderado de él recordando la leyenda de fantasmas que corría de boca en boca. Los peores augurios que siempre habían rondado este panteón se estaban cumpliendo. «Nadie me echará en falta, tal vez Eleanor, la del economato, pero hasta el martes no voy».

Procuró recordar la configuración de cuando, recién estrenado oficio, le tocó depositar a un inquilino. A tientas advirtió los féretros ordenados junto a las paredes y la gran losa central donde se dejaban inicialmente las cajas para su disposición final. Algo blando palpó en ella que le hizo retroceder horrorizado. No necesitaba ver mucho para saber de qué y quién se trataba. El rigor mortis apenas había comenzado por lo que el infortunado llevaría menos de doce horas muerto, dedujo. «Yo no lo he puesto aquí. Hasta este punto no llegan mis alucinaciones. El último enterramiento lo realicé hace un mes. No tenía noticias de la muerte del reverendo Evans; solo no ha venido, eso seguro».

 

Su cabeza era incapaz de dilucidar qué pasaba y menos cómo afrontarlo. «Maldito panteón, maldita cripta, malditos Montfort», no dejaba de repetir una y otra vez, más que todo por ahogar el eco de un sollozo lejano que llevaba oyendo y por momentos se hacía más persistente. Sin herramientas estaba perdido. Se sentó. Rezaba porque aquello no fuera más que un mal sueño producto de los estragos del vino del que pronto despertaría.

En esa posición distinguió una palanca bajo la mesa mortuoria. Le recordó la leyenda del pasadizo que comunicaba con el castillo y a la que jamás había dado crédito porque no consentía que pasara por debajo de su cementerio sin él saberlo. Había encontrado la salvación.

 

—¡Montfort, te juro por Dios que cuando salga de aquí, te destruiré! —gritó con rabia.

La familia Montfort vivía en el castillo Hever, antigua morada de Ana Bolena, en la ciudad de Crawley. No es que la ilustre decapitada fuera antepasada de los Montford, pero la fortuna de estos logró lo que la estirpe no dio. No tenían más apego a esas posesiones que el prestigio de poseerlas. Su condición de nuevos ricos les había hecho adquirir una propiedad suntuosa sin preocuparse por lo que allí ocurría a sus espaldas.

 Temeroso, agarró la palanca. Antes siquiera de accionarla, la pared del fondo fue cediendo lentamente dejando al descubierto un larguísimo pasillo. Lo que le horrorizó fue ver la misma sombra de la espada, esta vez más corpórea, aproximándose y detrás el centelleo de antorchas portadas por unas figuras entunicadas entonando un motete enloquecedor. Gregson se encogió como pudo debajo de la gran losa.

El cabecilla del grupo inició un ritual macabro, mientras el coro alrededor del reverendo Evans golpeaba acompasadamente el suelo. Gregson sentía el latir acelerado del corazón como un golpe de tambor y temía que la resonancia le delatara. El maestro de ceremonia descargó su espada sobre el finado en un alarido de muerte:

—¡Que la sangre sea derramada!

No pudo evitar un leve estremecimiento de espanto que le delató. Sintió en su cuello una mano fría y dura como el acero que le atenazaba. Quiso decir algo sin conseguirlo. Cerró los ojos y ya no supo más.

A la mañana siguiente el capellán dio la voz de alarma. El cadáver del enterrador yacía en la cuneta camino del cementerio.

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9/3/21


EL REGALO

  

ESTE RELATO PARTICIPÓ EN EL RETO PROPUESTO POR «EL TINTERO DE ORO» DE ACUERDO CON LAS PREMISAS DE ESTE CARTEL:

 


EL REGALO

Alfonso iba a participar en el torneo infantil de golf. Partió en el vagón cama del Lusitania Express junto con su hermano Juan. El 29 de marzo, día de Jueves Santo, se clasificó para jugar la final. Su padre no cabía en sí de gozo. Dicen que aunque fuera el hijo menor, era su favorito. Con 14 años, se había hecho merecedor de recibir el apodo de Senequita. Juan con 18 años no pasaba de ser Juanito a pesar de que él disfrutaba de más atenciones y los mejores tutores en su formación.

Después de los oficios religiosos se reunió toda la familia en Villa Giralda. La condesa charlaba en el salón de té con unas cortesanas, el conde tramitaba asuntos en su despacho y los hermanos jugaban en el piso superior mientras todos esperaban la hora de la cena.

—Mira qué regalo me han hecho en España —dijo Juanito a su hermano mientras le enseñaba una pistola automática Long Star, calibre 22.

Se oyó un disparo. El cuerpo quedó en un charco de sangre con una bala que le entró por la nariz y se alojó en el cerebro. El conde de Barcelona subió alarmado. Al ver desangrándose a su hijo, lo cubrió con una bandera española.

—Júrame ahora mismo que no lo has hecho a propósito —gritó a su hijo absolutamente fuera de sí.

Alfonso permanecía de pie, inmóvil en medio de la sala, con la pistola en la mano y la mirada clavada en su hermano exánime.

 

Punto jonbar

Se sitúa en el momento en que los hermanos están jugando con una pistola el 29 de marzo de 1956. ¿Y si en lugar de recibir el disparo Alfonso lo recibía Juan Carlos?

En 1947 Franco convirtió a España en Reino mediante la Ley de Sucesión, arrogándose la potestad de proponer a las Cortes a su sucesor cuando lo considerara conveniente, pero de la España del Movimiento Nacional, católica, anticomunista y liberal. Entre las opciones estaban padre e hijo de los Borbones, el hijo con más opciones pues le parecía el idóneo para heredero al trono porque, decían, lo veía más manejable. El hecho de que muriera el preferido, trastocaría todos los planes y el abanico de posibilidades que se abriría sería incierto porque volverían a entrar en la quiniela las dos ramas Carlistas, incluso los Falangistas que tenían otros planes, pero seguro que sería una historia colectiva distinta. 

 

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ESTE RELATO ESTÁ PRESENTADO EN «EL TINTERO DE ORO» PARA EL CONCURSO DEL MES DE FEBRERO BASADO EN EL LIBRO DE TOM SHARPE "WILT" Y DE ACUERDO CON LAS PREMISAS DEL SIGUIENTE CARTEL: 


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ECONOMÍA CIRCULAR

Las relaciones entre Julia y Ramón no funcionaban, nunca lo habían hecho, ni aun al principio de su matrimonio hubo una atracción siquiera física. La desidia y no tener hijos les había llevado a una rutina donde cada uno hacía su vida. El sexo era un capítulo cerrado hace tiempo en sus relaciones.

 

—¿Qué, te vas a estar todo el día tumbado en el sofá o vas a llamar a tus amigotes?

 

—¿Y?

 

—Si no es mucha molestia, pon algo debajo del vaso de cerveza y baja la tapa del wáter, te lo digo mil veces, so guarro, ¡¡¡y no fumes en casa!!!

 

—¿Qué les pasa a mis amigos? Al menos son más divertidos que tú que te pasas  todo el puto día cotilleando melonadas con esas pavas o encerrada en el baño pinturrugeándote. Me agobias, déjame mi espacio.

 

—¡Ay, hombres! ¡Qué simples sois! Contigo no hay manera. Me voy a trabajar, en el frigo tienes espaguetis y hamburguesas.

 

«Nos juntamos para la cena, luego cada uno nos recluimos en nuestra habitación. Al día siguiente ella se levanta temprano para ir al trabajo y no vuelve en todo el día. Ni siquiera sé dónde trabaja, pero trae el dinero a casa. Yo estoy catalogado en la oficina de empleo como parado de larga duración, estoy encantado: gimnasio, chatear, alguna peli porno… En estas condiciones, el divorcio ha desaparecido de mis planes. Lo que Julia, la infeliz, piense no lo sé, supongo que con su mentalidad retrógrada jamás se lo plantea».

 

«Salgo de casa temprano para no soportar al zángano. En realidad no tengo ninguna prisa. Ser autónoma me permite relacionarme con gente diversa y me da libertad de horarios para pegar el cerrojazo e irme con las amigas de baretos. Antes, me acostaba dispuesta a divorciarme, pero al despertar decidía aplazarlo y esperar a que, por su propia inercia, este error de adolescencia se fuera por el sumidero. Ahora soporto la situación y evito el disgusto a mis padres que están para poco».

 

Ramón llevaba un tiempo de relaciones por internet. Se liaron en un chat para conocer amigos, entre ellos fluía bien la química. Ella se había presentado como Pat, Ramón intuía que ese no era su verdadero nombre, a fin de cuentas él tampoco era Dino. Pat propuso dar un paso más y conocerse en persona. Le habló de que había perdido el trabajo y estaba preparándose para influencer, por lo que andaba pelada para pagar el alquiler del mes y que si podía ayudarle con cien pavos, eso sí, los quería urgente porque el casero le iba a echar, por lo que le pidió que se lo enviara vía Bizum. A Ramón le costó hacerse una idea de qué era eso, lo de influencer, lo de Bizum lo sabía por un aprendizaje amargo en una historia que no viene al caso, pero lo que no entendía era cómo esa actividad le podría dar para pagar el alquiler. Consideró que tenía toda la pinta de ser tan falso como su nombre, pero valoró el riesgo asumible y la recompensa jugosa.

 

Quedaron en el apartamento de ella. Ramón se puso la chupa de cuero rescatada de un contenedor y las RayBan. La primera impresión es la que cuenta, pensó. Llamó al timbre. Pat, después de mirar por la mirilla, pidió con voz melosa que esperara. Tardó cinco largos minutos en abrir.

 

«Apareció una joven preciosa, de altura mediana, pelo rubio, seguramente recién salida de la ducha. Vestía un kimono estampado, ligero, a medio atar, que dejaba al descubierto la mayoría de sus hermosísimos pechos turgentes con los pezones engarzados con un pirsin. Desprendía un olor embriagador de perfume, pongamos Chanel nº5. Sus ojos no sabría cómo definirlos por la cantidad de pintura que los adornaban. Del resto poco podría decir, una mascarilla quirúrgica lo cubría. “¡Joder con la Pat, menudo pibón!”, exclamé sin quitar mis ojos de sus pechos. Esto era más de lo imaginado. En un instante desapareció mi coraza de papel. 

 

»Pat se quedó unos instantes apoyada en la jamba de la puerta con los brazos cruzados mientras me miraba de arriba abajo. Entré. El apartamento tendría unos 20 metros, sin ventana, en un rincón una cama que hacía las veces de sofá y enfrente una enorme televisión 65 pulgadas. Tengo que reconocer que en ese momento, en medio del salón, sentí pánico. Temí no estar a la altura de semejante regalo de la naturaleza. En mis fantasías siempre salía airoso, pero esto… Al momento, sin mediar palabra, estábamos magreádonos en la cama. “Toda precaución es poca, nada de besitos”, me dijo con una voz que se deshacía. Mis manos empezaron a acariciar sus senos perfectos, rígidos, sus muslos, sus nalgas. Me quedé sin respirar, abrumado. Lo que temía que pasaría, pasó y la pifié. Salí de ahí escopeteado por la vergüenza. Al irme me dijo con esa voz susurrante: “nos chateamos, vuelve cuando quieras, cielo”.

A mí no me la pega, esta tía de nipona tiene lo que yo te diga».

 

«Ha sido divertido. Cuando le vi por la mirilla casi me da un soponcio. Con la Covid y el maquillaje fue fácil. Este tío no se entera de nada, pero, eso sí, se ha puesto cachas. El dinero sale de mí y vuelve a mí, así que ni tan mal, es lo que yo llamo economía circular. Creo que va a tener geisha para rato».

 




9/1/21

                              PARADOJAS DE LA VIDA

 Relato elaborado de acuerdo con la propuesta de EL TINTERO DE ORO que debía cumplir dos requisitos: que fuera un relato con un narrador ciego y que tuviera 250 palabras o menos.




Llevo ya un tiempo reposando. No sabría decir con exactitud cuánto. Estoy tranquilo. Quizás más tranquilo de lo que debería, lo cual me intranquiliza aunque suene a paradoja. También fue una paradoja que no viera la zanja que abrieron en la acera donde pasaba habitualmente, la que mi bastón no detectó, y donde terminé destrozado. Ahora estoy hecho polvo, inmóvil.

 

He disfrutado con Sofía y con los hijos, Nora e Iker, he reído con ellos y he llorado por ellos. He celebrado sus triunfos y les he ayudado en los fracasos, he recibido de ellos amor y felicidad, pero más habría gozado si hubiera podido verlos, si hubiera compartido la complicidad de su mirada. Nunca he sabido cómo tenían esos ojos preciosos como me los describía Sofía: «son como los tuyos, del mismo color». Más vale que matizaba. Gracias por tanto placer.

 

Ayer me trajeron mi mujer y mis hijos unas flores, pero no puedo verlas. Esta ha sido la misma pena de siempre. Ahora ni siquiera puedo olerlas, ni tocarlas. La tierra que se interpone entre ellas y yo me lo impide.

 

No sé cómo será el discurrir de mi existencia a partir de ahora; me han dicho que dentro de poco tiempo iré tomando conciencia de mi nueva esencia y sustancia. Tengo toda una vida por delante. Lo que más ilusión me hace ahora es que, llegado ese momento que anuncian, por fin podré ver a Sofía, Iker y Nora aunque ellos ya no me verán a mí.


Los comentarios de este relato se pueden leer y hacer pinchando aquí



11/12/20

                                   MINUTO Y MEDIO

 

Relato presentado en la página «EL TINTERO DE ORO» de acuerdo con las

 

premisas del cartel. Los comentarios se pueden leer y hacer pinchando AQUÍ.

 

 

 

MINUTO Y MEDIO

 

Te veo pasar todos los días a la misma hora. Son las ocho menos diez. Los domingos no lo haces, aun así miro con el anhelo de verte doblar la esquina y seguir tu trayectoria hasta que te pierdas en la siguiente. No sé nada de ti, de tu vida, de tu trabajo o de tus gustos y aficiones. Supongo que fichas a las ocho, quizás en la sucursal de un banco de una calle cercana. Desde el veintiuno de abril de hace siete años se repite la escena. Veo otras personas, aunque las demás no me interesan. Tu porte, tu estilo, siempre con traje discreto pero elegante, tu andar decidido, fueron como un fogonazo que me conmovió de arriba abajo.

 

Desde el día en que me fijé en ti, mi vida cambió. No la exterior sino la interior. Mis pesadillas se transformaron en sueños de verdad y el despertar a la realidad en una esperanza por verte. Ese minuto y medio es lo único que me da fuerzas para seguir adelante.

 

Lo primero que pido por las mañanas es que levanten la persiana y corran el visillo. Al menos descubro lo que ocurre fuera a pesar de que no pueda oír ni oler el ambiente o decirte algo como desearía. Mi ventana no se abre, ahora las hacen así. Quizás para que no entren elementos perturbadores o, acaso, para que no nos entre a nadie la tentación de saltar. ¡Ay si pudiéramos! Llevo diez años unido a una cama desde aquel infausto día en que no calculé dónde estaba la roca. La temeridad de una juventud apenas disfrutada. La cuadrilla de amigotes que te incitan a demostrar lo macho que eres. Me iba a comer el mundo. Iba por tercero de medicina y ahora, sin pisar la facultad, sé más que si hubiera hecho diez másteres. A partir de entonces, todo se hizo ajeno e indiferente para mí.

 

Mi mundo debería estar ahí fuera mas no puedo tocarlo. Lo que tengo aquí dentro lo agradezco pero no me interesa. Ni siguiera el personal que viene a limpiarme o a atiborrarme de medicinas. No es amistad. Son visitas de las que quisiera prescindir. La televisión me muestra la irrealidad de una sociedad feliz que consume, viaja y ríe despreocupadamente. Mis pretensiones son pequeñas. Me gustaría sentir el viento que mueve las hojas que pasan en silencio de un lado a otro de mi auténtica pantalla, silenciosas ellas y en silencio yo; sentir el frescor de la mañana o el aroma de las flores en primavera; asomarme por unos instantes en un día de tormenta y que las primeras gotas mojaran mi cara; percibir el olor que deja la lluvia en el suelo y temblar con el fulgor del relámpago. Demasiados deseos para hacerlos realidad. Todo eso imagino echando mano de unos recuerdos cada vez más difusos, retazos de una película muda en sepia.

 

Me conformo con verte caminar siempre con paso resuelto, sin mirar a los escaparates que hay a tu derecha, como quien tiene un objetivo definido. Ese es el único motivo que me da vida. Mis amigos, poco a poco, fueron distanciando sus visitas. Las obligaciones, el trabajo, la familia que crecía, fueron excusas de mal amigo. Con todo, la que más me dolió fue la de quien me dio el primer beso de adolescente y el último animándome a lanzarme al río. «Yo tengo un futuro. Tengo que rehacer mi vida, no puedo estar siempre cuidándote. Compréndelo, cariño», me dijo con más temor que pena. Yo dije que lo comprendía; la realidad es que me sumió en una agonía lenta que empezó a alejarse desde el primer día que te vi.

 

De vez en cuando, un sueño recurrente que cada vez se hace más diáfano, acude en mi descanso. Estoy hundido en las profundidades del río donde todo acabó y todo empezó. El agua se ha vuelto roja carmesí. Floto inerte mientras la corriente me arrastra lentamente como un guiñapo, se acerca una figura sonriente que me coge por las axilas y me arrastra delicadamente hasta la orilla donde nuestros labios se juntan poniendo punto final al sueño. Eres tú. Permíteme la osadía que, sin conocerte, te bese, pero no lo puedo ni quiero evitar.

 

Estuve un tiempo pensando en ponerte nombre. Me hacía ilusión porque me uniría más a ti. Después pensé que no era buena idea. Seguro que desvirtuaría tu personalidad. Una temporada te dejaste barba. Deseaba que te la quitaras porque te hacía mayor. Siempre peinado calculadamente descuidado y las manos en los bolsillos hiciera frío o calor. Otro día miraste hacia arriba; yo te saludé con la cabeza, ¡qué ironía, con la cabeza!, seguramente el reflejo de los cristales hizo que no me vieras; o la distancia; o lo imperceptible de mi gesto; o… Estoy seguro de que me habrías devuelto el saludo. Quiero pensar que así sería.

 

Llevas un mes sin pasar y estoy desesperado. No sé qué ha sido de ti. No sé si ahora habrá alguien más que te mire desde otra ventana y tú le devuelvas la mirada. Demasiados interrogantes. Tu ausencia está haciendo que muera de dolor. No podré soportar perderte porque tú has sido mi luz en esta larga noche. Daría mi vida por que ese minuto y medio vinieras solamente una vez y me sonrieras. Dime que volverás.




                              EL PANTEÓN DE LOS MONTFORT

 Relato presentado en la página «EL TINTERO DE ORO» de acuerdo con las premisas del cartel.

 


 

 

EL PANTEÓN DE LOS MONTFORT

 

Gregson acudió al cementerio como lo hacía cada mañana desde hace más de treinta años. El oficio lo había heredado de su padre y le gustaba. Decía que, más que un trabajo, era una afición. En casa se sentía solo. Una soledad distinta a la del cementerio. Aquí hablaba con los muertos y se consideraba correspondido. En una ciudad pequeña no había muchos enterramientos, pero atendía las solicitudes de los visitantes, arreglaba los parterres y cuidaba las sepulturas.

 

Todas menos el panteón de los Montfort, el más suntuoso con diferencia, perteneciente a una de las familias más influyentes, Las paredes exteriores estaban llenas de estatuas de mármol negro con tallas de personas cuyos rasgos se hacían reconocibles entre la nobleza; la más destacada la de Enrique VIII a la que tenía especial inquina. Gregson había llegado a odiarla. Cada vez que pasaba cerca, escupía. Dominando todo, una nefanda copia de la Victoria Alada de Samotracia.Decía que le daba mal fario y que estar ahí cerca era sentir el abrazo de la muerte.

 

Ese día, Gregson se dio cuenta de que una de las estatuas del panteón había desaparecido. Sabía muy bien de cual se trataba. Se quedó clavado delante del hueco con la boca a punto de soltar lo de todos los días.

 

No le vio venir. Se abalanzó sobre él derribándolo. Antes de que pudiera reaccionar, vio cómo un tipo barbudo blandía una espada sobre su cabeza.

 

Continuará…


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                EL FUEGO ILUMINA LA NOCHE

Relato presentado en EL TINTERO DE ORO de acuerdo con las premisas del cartel. He querido terminarlo con la misma frase que la de la novela. 


             


 

 

EL FUEGO ILUMINA LA NOCHE

 

El día ha trascurrido anodino, como suelen ser todos los días desde que tengo memoria. Siempre la misma rutina: desayuno, lectura y paseo jalonado con algunas pequeñas distracciones que voy encontrando por el camino.  Por las noches se despierta en mí un afán de sensaciones a las que procuro dar satisfacción en la medida de lo posible.

 

Las farolas llevan un rato encendidas y malogran el espectáculo. El banco aun siendo de madera, es confortable pero nada comparado a mi sillón de lectura. Desde aquí las vistas son inmejorables y la temperatura invita a repantingarse y disfrutar.

 

La vida no tiene una explicación plausible. Por muchos datos que pudiera contar acerca de mi existencia, lo esencial quedaría oculto sin salir. Desde el momento que lo pusiera en palabras, lo habría desvirtuado. Me pregunto por qué mis pensamientos y mis hechos son así y no encuentro respuesta. He llegado a la conclusión de que no hay nada que justifique una vida, nada que merezca la pena. Las ilusiones, los proyectos no son nada más que fuegos fatuos que abren un mundo inalcanzable, hasta que nos damos cuenta de que la realidad lo relativiza todo. Las gentes se esfuerzan por ser mejores, por aprender, pero pronto sucumben a la mediocridad circundante y no se dan cuenta de que su vida no vale una mierda.

 

Nací en una familia burguesa acomodada lo que me permite vivir con holgura. Pasé una adolescencia con pequeños sobresaltos  y algún incidente que luego relataré. Mis estudios siguieron el camino previsto desde el principio hasta terminar la carrera. Me casé con la novia de siempre. Follamos regularmente, casi siempre el sábado, no por mi interés sino por el de ella que está empeñada en tener una prole a toda costa como tienen todas sus amistades. Ese no es mi proyecto.

 

Podría seguir fingiendo toda la vida en un ambiente social cargado de convencionalismos. Lo cierto es que aborrezco todo eso. El optimismo me da náuseas. Es perverso. Los sentimientos de pena y compasión me asquean. Todos los días salgo a la calle a ver las miserias de gente depravada, es lo único que me reconforta. Busco el ambiente sórdido, canallesco, de los barrios más degradados. Me voy a las estaciones de metro donde duermen los menesterosos. A los parques donde pernoctan los marginados, los drogados y borrachos. Donde la gente que lleva una existencia sombría destilada entre las brumas de una vida castigada por la miseria y el alcoholismo.

 

No hace falta recorrer media ciudad. Miro los pintores callejeros. Estas pinturas serán lo suficientemente horribles como para interesarme un rato. En un alarde de vulgaridad me gusta echarles una moneda, la más pequeña que encuentre, eso hace sentirme reconfortado, es mi forma de decirme que no soy como ellos y decirles que no tienen esperanza. Gente derrotada sin posibilidad de regeneración. Me detengo especialmente gozoso en las puertas de los bancos de alimentos, en las de las casas de caridad, en las entradas de los hospicios. Gentes que forman fila resignados a lo que les den para llevar a su familia. No, no tendrán familia. Puede que algunos vivan hacinados como bestias, pero eso no es familia. Son solitarios, aislados de la realidad. Caminan arrastrando los pies, sin levantar la vista. El mundo está lleno de perdedores y la vida llena de miseria, soledad y sufrimiento. Pero lo peor es la tristeza que trasmiten sus rostros. A veces me compadezco de alguien, pero creo que es mejor no sentir lástima por nadie. Lo que yo hago es el mayor favor que puedo hacerles. Deambulo marcando distancias y, mientras esto me entretiene, de vez en cuando encuentro una pieza de caza mayor.

 

Aquella muchacha la encontré compungida, errática por el parque. Me dijo entre sollozos que su padre le había dado una paliza y echado de casa por golfa —le había dicho— y su novio se había desentendido de ella. Preñada, sin dinero ni un techo, necesitaba ayuda urgente. Fui con ella exquisitamente galante. Le prometí dinero y protección. Me acompañó esperanzada mientras componía su rostro. Al pasar por un callejón la conduje suavemente hasta el final, donde los contenedores. Al principio se dejaba, pero enseguida comenzó a gritar. Ahí la dejé. Su boca dibujaba una macabra mueca en un alarido silencioso de horror hasta que el fuego la borró. Siempre la recordaré porque, aunque hubo más, esta fue la primera.

 

Ahora estoy contemplando el fuego iluminando la noche. Me lleva a mis doce años y me trae el recuerdo del lazareto donde empezó todo. Cómo movían el rabo, saltando de contentos, abrigando la vana esperanza de que, por fin, tendrían un hogar. Luego fue distinto. Con las llamas corrían desesperados en sus diminutas jaulas chocando contra los barrotes hasta que todo se calmó. Nadie me lo agradeció.

 

Las puertas del asilo están abiertas pero no sale nadie despavorido. El reloj de la historia hace tiempo que debía haberse parado en este lugar. No me gusta imaginar lo que está pasando en su interior. Quiero ver, cerciorarme de que la función acaba como la he diseñado.

El espectáculo pirotécnico no se puede prolongar más allá de la noche. Estoy decepcionado con este fracaso. Debe ser la señal. Esperaré a que vengan a por mí.


Por fin he llegado a una conclusión: no sé más que si fuera otro piojoso ser humano.


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22/9/20

          TRES MUJERES Y UNA HISTORIA CORTA

 Relato presentado en EL TINTERO DE ORO con un argumento originado por un generador automático y con una extensión máxima de 250 palabras. 


Argumento:

La gerente de un hotel incapaz de confiar en la gente y una azafata que solo come la comida que ella misma se cocina, se esconderán en los edificios vacíos para que los alienígenas que han llegado no los descubran, cuando aparece en escena una rockera, donde la enfermedad y la identidad sexual estarán presentes en una historia corta.

NOTA. He querido emplear todos los elementos que aparecen en el argumento dándoles mi interpretación, lo cual permite pocas florituras en tan poco espacio, al menos para mi capacidad, pero lo cierto es que me ha resultado divertido a pesar de lo disparatado.

 

TRES MUJERES Y UNA HISTORIA CORTA

 

Antes de que dieran las siete treinta de la mañana, Michelle llegaba al motel cuando el vigilante de noche terminaba su turno. Miraba los alojamientos, planificaba tareas y revisaba la indumentaria del personal que llegaría a las ocho. Todos puntuales menos una azafata recién contratada que debía llegar un poco antes para recibir instrucciones específicas.

—Buenos días, señora directora —saludaba Ivanka en un tono que deshacía a Michelle.

—Buenos días —respondía Michelle ruborizada mientras revisaba las notas de los casilleros y ponía la radio aparentando normalidad.

Ese día el noticiero fue alarmante. Se había detectado una invasión alienígena merodeando la zona. Las autoridades pedían no salir de casa, extremar las precauciones y avisar a la policía.

Se miraron alteradas. Michelle propuso hacer acopio de alimentos y esconderse en el almacén anexo. Ivanka cogió la fiambrera de la que jamás se separaba. Antes de llegar vieron acercarse a una mujer tambaleante, con trazas de rockera y un velo de novia mal encajado.

—¡Estoy desorientada! ¡Necesito alojamiento! —repetía a gritos con voz bronca.

—¡Ya están aquí! ¡Corre! —gritó Michelle.

Antes de que les diera alcance lograron encerrarse.

Michelle no perdió tiempo. Cogió por la cintura a Ivanka y empezó a manosearla sin miramiento. Sus bocas se juntaron y las lenguas iniciaron un baile alocado. Ivanka abrió la fiambrera con disimulo.

El espectáculo fue horrible. Michelle no tuvo ninguna oportunidad. Miles de gusanos saltaron a su cara y rápidamente se extendieron por el cuerpo devorándolo y dejando en el suelo un traje impoluto.


                                        

Relato presentado a concurso en mayo de 2020 en EL TINTERO DE ORO con, al menos, una de las siguientes premisas:

*Historia de fantasía donde realidad e irrealidad se entremezclen.

*Que se mencione con sentido la obra de ALICIA EN EL PAÍS DE LAS MARAVILLAS o a su autor.

*El protagonista será uno de los personajes de la novela visitando nuestro mundo real


EL LAVERINTO DE ALICIA


Cuando Alicia despertó, su cabeza era un magma en ebullición.  A su lado un tipo de quien no recordaba su nombre y, de lo que pasó, a medias. Lucas, le sonaba vagamente. Por un momento deseó que fuera un mal sueño. Se frotó los ojos para mirarle bien. La noche fue tan turbia que apenas se había fijado en su aspecto peludo. Ahora roncaba con la boca abierta enseñando dos enormes palas blancas enroscado sobre sí mismo. «No sé qué mierda de pastillas me dio este tío, pero noto en mi cuerpo las sensaciones más extrañas», pensó mientras se tomaba un kalimotxo sobrante de la juerga nocturna. «Lo mejor para la resaca» dijo en voz alta al terminarlo.

Sin ningún miramiento despertó al individuo. Este entreabrió unos ojos que presentaban una tonalidad rosada de dormir poco y beber mucho.

—Oye, Lucas, mírame, creo que me está creciendo el cuello. Me está pasando como a mi tocaya en el País de las Maravillas.

Aparte de los chupones, lo veo como ayer. Esta noche has rajado hasta por los codos sobre un jardín de flores multicolores y fuentes frescas. Me dormí agotado. A ver si te aclaras, tía.

—Me temo que no puedo aclarar nada, porque yo no soy yo misma.

—Lo que te pasa es que tienes un trastorno bipolar galopante—contestó con aire displicente y sin prestarle mucha atención— y puedes llamarme Óscar que es mi nombre. Por cierto, ¿dónde he dejado mi reloj? ¿Sabes qué hora es? —preguntó como para acabar una conversación que le estaba incomodando.

—En esta casa siempre es la misma hora: las seis, la hora del té, ja, ja, ja —respondió entre molesta y divertida—. Qué no, tonto. Son las doce.

—¡Dios mío! ¡Voy a llegar tarde!

Casi sin tiempo de vestirse salió espoleado sin una despedida.

Alicia empezó a sentirse confundida. Confundida y mareada. Muy mareada. Se encontraba en un entorno extraño. Extraño y húmedo. Hasta ese momento no se había percatado de la ausencia de ventanas. Aquello era un sótano destartalado. Empezó a tener miedo. Miedo y frío. Sin saber cómo ni por qué se tomó una de esas pastillas que Óscar se había dejado olvidadas. Se acurrucó entre las mantas encima del colchón del suelo. 

Por momentos entró en pánico...

...¡sí el pánico debe ser paralizante!...

 ...como en las peores pesadillas...

...¡pesadillas amigas de la locura!...

..en las que te acechan los peligros más atroces...

....¡peligros que te ponen al borde del precipicio!...

o pasan desgracias insoportables...

...¡que te rompen en mil pedazos!...

...y, de repente, eso empieza a ocurrir en la realidad: intentas correr sin conseguirlo y te pilla el malvado, tu amado se cae en las aguas turbulentas y tu jefe descubre en tu mesa las claves de sus cuentas bancarias y tú no has sido. Solo te queda pensar que es un mal sueño y te empiezas a encomendar a quien hace mucho habías olvidado. Hasta que pierdes la noción del tiempo y del espacio y caes en la inconsciencia.

No sabe cuánto  tiempo permaneció así. Al despertar, la primera idea fue huir de ahí y volver al mundo real. Se arregló como pudo y salió del zulo. No había anochecido del todo y la luna anunciaba noche fría. La desorientación era total. No reconoció el lugar. Las calles permanecían extrañamente vacías y silenciosas.

Pronto se topó con una mujer con aires de duquesa rebuscando en un contenedor. Le acompañaba un gato con cara de persona y sonrisa enigmática, como la de la duquesa en un mimetismo asombroso No le pareció especialmente peligroso, pero tenía unas uñas muy largas de modo que sería mejor tratarlo con respeto.

Alicia se atrevió a preguntar sin saber muy bien quién de los dos iba a responder.

—¿Podríais decidme, por favor, qué camino debo seguir para salir de aquí?

—Eso depende en gran parte del sitio al que quieras llegar —dijo el Gato.

—No me importa mucho el sitio... —prosiguió Alicia.

—Entonces tampoco importa mucho el camino que tomes —respondió el Gato.

—...siempre que llegue a alguna parte —añadió Alicia como explicación.

—¡Oh, siempre llegarás a alguna parte —aseguró el Gato—, si caminas lo suficiente!

Esa conversación le pareció a Alicia que no le podía sacar de sus dudas. Se despidió y siguió camino por la calle más iluminada.

Avanzaba despacio por medio de la calzada, sobrecogida de tanta quietud, con la sonrisa del Gato sin poder despejar de su mente, hasta que oyó el tañido de un reloj lejano. Ocho campanadas. Inesperadamente el vecindario salió a ventanas y balcones y prorrumpió en aplausos. No lo entendía. No sabía si estaba ante otro brote psicótico o en la vida real, pero le levantó el ánimo. «Este subidón es similar al de las pastillas de Lucas, ¿o era Óscar?» dijo para sí, y comenzó a saludar a diestro y siniestro mientras avanzaba a saltitos.

Duró poco la alegría. Los aplausos se tornaron silbidos y estos en increpaciones más propias de un linchamiento. Alguien vociferó: «que le corten la cabeza». Las aceras se llenaron de gentes embozadas dispuestas a soltar sus perros contra Alicia.

Quiso huir. El rugido de las sirenas y las luces de los coches policiales echando fuego le hicieron comprender que iban a por ella. Se tomó la última pastilla y sintió cómo su cuerpo encogía. Aprovechando la confusión, en una desescalada asimétrica, se esfumó por la alcantarilla.   

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Relato presentado a concurso en marzo2020 en








ERIK, CIUDADANO DE SEGUNDA CLASE, EMPLEADO DE NIVEL C


Cuando Erik se despertó, el panel de avisos de su cubículo parpadeaba en rojo. «Esta es la peor forma de despertarse», pensó procurando que su rostro no delatara el más mínimo temor. Durante el descanso del trabajo debía personarse en el confesator para establecer un acoplamiento de descarga de información. Hacía poco había tenido un control, por lo que esta repentina llamada le resultó inquietante.

Desde ese momento la cabeza de Erik fue un hervidero de pensamientos contradictorios: «Sigo con lealtad las consignas para practicar el paradigma de la República Hereditaria; obedezco las instrucciones de los mandos intermedios y cuando termino mi turno voy al economato para cumplir los objetivos diarios de consumo aunque no lo necesite».
Mientras ordenaba al cíborg las tareas del día, su pensamiento no paraba de maquinar alguna justificación. «¿Por qué? ¿Qué habré hecho yo merecedor de reproche?». Siguió cavilando sin atreverse a mirar a su asistente. «Tal vez consideren poco idóneas las peticiones que hace unos días les formulé y me citan para desestimarlas. Yo solo quería que recogieran los objetos, todos con su envoltorio original, depositados para reciclar. Mi almacén está agotando la capacidad. También pedía un cambio de cíborg. La que tengo asignada no se parece a otras. La veo demasiado musculada, similar al tipo que tiene la Instructora de Propuestas de Mejora. Además no pone ningún interés en cumplir mi objetivo de reproducción y eso me preocupa».

Camino de la factoría, le pareció observar una mirada reprobatoria en los rostros de quienes se cruzaban en la cinta transportadora. No había nada que pudiera turbarle más que la censura de la comunidad.
Durante la jornada en la sección de reproducción de órganos de la planta de ingeniería robótica, su compañero Alex se acercó a él.

—Esta mañana te veo preocupado, Erik. ¿Tu Barbie no te satisface? —dijo socarrón como en él era costumbre.

—¡Qué va! Es que durante el almuerzo tengo un control rutinario. Ya sabes lo nervioso que me ponen estas cosas.

Alex llevaba dos años en la misma sección de Erik en tareas de destrucción de reproducciones fallidas. Llegaron hace tres años a Próxima Centauri en la misma expedición. Alex había sido un trabajador de nivel A. Muy valorado por su capacidad en hallar soluciones de autogeneración. Le acusaron, como siempre de forma anónima, de crear descontento entre el personal, por lo que fue catalogado de agitador. Le degradaron a nivel C y le sometieron al Programa de Políticas Sobre Objetivos Específicos. Un eufemismo que comprende técnicas invasivas para la readaptación y borrado de experiencias negativas.
La agitación de Erik se incrementaba a medida que llegaba la hora de conectarse al confesator. La locuacidad habitual de Alex desapareció como en una suerte de contagio. Llegado el momento, se despidieron cariacontecidos.

Aquel pasillo angosto, interminable, lleno de sombras, aterraba a Erik. Le hacía sentirse indigno, culpable y arrepentido sin saber por qué. En las paredes colgaban, flotantes, frases enmarcadas en un estilo ecléctico: “El trabajo os hará libres. Auschwitz”, “No se puede tener cien por cien de seguridad, cien por cien de privacidad y cero por cien de inconvenientes. Barack Obama”, “Solo una ciudadanía alerta e informada puede imponer el engranaje de la maquinaria de defensa industrial y militar. Eisenhower”, “El consumo es el único fin y propósito de toda producción. Adam Smith”, “Paz, progreso y libertad a través del consumo. Presidente Leo Ronaldo”. Por reminiscencias de un pasado lejano, al llegar al muro de piedra había que postrarse de hinojos. Decían las habladurías que en esa postura la sinceridad afloraba con más espontaneidad. Erik acopló sus auriculares a una toma junto a la rejilla de voz.

—Mi nombre es Erik, ciudadano de segunda clase, nivel C, número 264, de la cadena de la sección de ingeniería robótica. Hace una luna centaurina tuve mi anterior descarga. Mi cociente de consumo es óptimo como queda constancia en los extractos de control. Quisiera reformular mis anteriores peticiones. Si no me pueden cambiar de cíborg, agradecería le sometieran a un resetting de funciones. De lo demás todo bien.

—Háblame de tu compañero Alex. ¿Qué tal os lleváis? —dijo una voz átona, metalizada.

—Bueno, parece un tipo majo pero raro. Vive en un mundo muy extraño para mí. Siempre repite cosas que yo no entiendo.

—¿Sí, qué cosas? ¿Te acuerdas de alguna?

—Que miramos sin ver, oímos sin escuchar y caminamos sin avanzar.

—¡Qué interesante! ¿Qué más dice?

—Bueno… que no llenamos de sentido nuestra vida y permanecemos atrapados en la telaraña de lo superficial. Lo ha repetido tantas veces que se me ha quedado grabado.

—¿Y qué significa eso?

—Pues no lo sé. Me dice que lo piense y ya lo iré entendiendo.

—Ciudadano Erik, has cumplido con tu deber patriótico. Puedes incorporarte a la cadena.

Después de pasar por el fast food, Erik retornó a su puesto en el instante en que dos obliteradores, garantes de la salud, la moral y el orden, se llevaban a Alex.

De regreso a su cubículo, encontró a su nueva cíborg. Pelirroja, dos enormes ojos negros le regalaban una sonrisa de seda, las llaves de un nuevo almacén en una mano y dos entradas en la otra para asistir, en vivo y en directo, al partido final de la Champions League

—¡Esto significa que visitaré la Tierra! ¿¡Qué más puede pedir uno para ser feliz!? ¡Viva nuestro amado líder! —exclamó Erik exultante.


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Relato presentado a concurso en enero 2020 en
EL TINTERO DE ORO





BESO DE VACA PICO DE GALLINA


Érase que se era una granja repleta de animales. El granjero tenía algunos para trabajar, de otros sacaba huevos o leche y  vendía los demás. Los que le parecían más sabrosos o no rendían lo que él quería iban directamente a su cazuela. También estaba Dragón. Su misión era vigilar para que no entraran desconocidos. En realidad no era un dragón de verdad, le llamaban así porque tenía un aspecto terrorífico y cara de pocos amigos. Cuando ladraba retumbaban las paredes; el eco del sonido hacía temblar las plantas de la huerta y a los árboles agitar sus ramas como si tiritaran. Era un perro tan grande que parecía un mastodonte. Los demás animales le conocían bien y sabían que era un pedazo de pan incapaz de causar daño a nadie.
El granjero estaba siempre de mal humor porque trabajaba todo el día alimentando a los animales, regando las plantas o arreglando las vallas rotas. Explotaba al buey, al caballo, al burro y a la vaca hasta dejarlos sin fuerzas. Perseguía a gallinas, conejos, patos, corderillos y gorrinos. Cuando se acostaba completamente agotado, sus ronquidos se oían por las cuadras. Ese era el momento en el que los animales se juntaban para celebrar fiestas sin que nadie les importunara. Sacaban las cartas, los dados, el ajedrez y más cosas y se divertían jugando hasta el amanecer. Algunos fumaban hierba de la huerta; el caballo la encendía sacando chispas al golpear una piedra con su pezuña. Cantaban, bebían zumos de fruta y algunos se amaban. Unos topos, que se habían colado sin que el granjero les invitara, vivían haciendo túneles debajo de los árboles. Por las mañanas recopilaban frutos secos y raíces y por las noches se reunían con el resto para compartir el producto de la cosecha.

La vaca Paca y la gallina Josefina se querían, pero en la granja nadie, nadie les entendía. Decían los conejos cuando descansaban de… de…, bueno de hacer lo que suelen hacer los conejos: «¿Cómo coño van a tener hijos?», relinchaba el caballo: «Esto me parece muy raro». Los cerdos gruñían: «oinc, oinc, oinc» y cuando el pato les preguntaba: «¿Cua, cua, cua habéis dicho?», le respondían: «¡oinc, oinc, oinc!». Los pollitos no decían ni «pio» y los gatos miraban con ojos gatunos y callaban.

«Beso de vaca, pico de gallina. Beso de vaca, pico de gallina», repetían a coro todos los animales. Entretanto bailaban o jugaban unos, aleteaban los patos o se revolcaban en el fango los cerdos mientras las ranas, croa que te croa, saltaban para no ser aplastadas. Pero a Paca y Josefina no les importaban los chismorreos porque un día, mientras hacían planes de futuro a la sombra de un olivo, el búho sabio, que se resguardaba de los calores diurnos en un hueco del tronco, les dijo: «Lo más valioso en esta vida es el amor. No os importe lo que digan otros si sois felices. Solo tenéis una vida y una oportunidad para disfrutarla».
Como las fiestas de la noche eran tan divertidas, los animales rendían menos en el trabajo. Por eso el granjero cada vez se enfurecía más. Les estaba todo el día riñendo y empezó a pegar al burro, al buey que no decía ni «¡mu!» y al caballo que no conseguía que el granjero se pusiera detrás para soltarle una coz. Exprimía tanto la teta de la vaca que la dejaba seca y perseguía a la gallina porque la quería matar. «¡La quería matar!, ¡la quería matar» repetían atemorizados los demás.
Una noche, que estaban todos los animales reunidos y muy disgustados, se dirigieron a casa del granjero que vivía solo. Los ronquidos les señalaron el momento oportuno. Entre todos lo cogieron y lo encerraron en un establo. Cada día le daban verduras, frutas, grano y una jarra de leche. Al cabo de poco tiempo, al granjero empezó a gustarle la comida vegetariana. Estaba tan descansado que se volvió apacible y no reñía. Cuando le soltaron prometió dejarlos libres y dedicar la granja solo a productos de la huerta. 
Los animales se largaron cada uno adonde quiso. Los cerdos se fueron a otras charcas con unos primos jabalís. El caballo galopó y galopó hasta que de vista se perdió. El buey empezó a decir «mu» y más cosas. Josefina y Paca se fueron de crucero, vivieron felices y comieron… hierba y trigo. Al gallo no le importó porque su pasión era cacarear. Formó una banda de música con Dragón, el burro y el gato y se marcharon de gira con el nombre de “Los Trotamundos”. Pero esa es otra historia.

Y quiquiriquí este cuento se acaba aquí.

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LOS GIRASOLES


—A ver, Lucas, cariño, cuéntame qué habéis hecho hoy en clase.

—Hemos ido a un campo y había muchas flores muy bonitas. Luego hemos hecho unos dibujos de las flores. Mira, mami qué bonito. Para ti.

—¡Ay!, cariño, eres un cielo. Dame un besito. A ver… pero… ¡cómo!… ¿quién?... No puede ser. ¡No me lo puedo creer! ¡Esa profesora se va a enterar! Déjame este dibujo que se lo enseñe a tu padre.

—Mira, Pablo lo qué ha traído Lucas del colegio. Estoy alucinando en colores. No sé adónde vamos a llegar. ¡¡¡Qué desfachatez!!! Esto no se puede quedar así. Es una afrenta a nuestros valores y no hay que dejarlo pasar. Se nos están riendo a la cara, Pablo. Hay que hacer algo, ya. ¿Me escuchas, Pablo? y deja de remirar esos papeles que por más vueltas que les des, al final te van a empapelar igual, si me permites la metáfora.

—¿Meta… qué?

—Bah, déjalo.

—¿Qué le pasa a este dibujo? Yo no veo nada raro. Parecen flores, ¿no?

—¿Es que no te das cuenta, Pablo? A veces pareces tonto. ¡Ay!, no sé dónde te has sacado el título, perdona que te lo diga. ¿No ves el mensaje? Lo tienes delante de tus narices y no te enteras. Lo han hecho a propósito.

—Pues no lo pillo del todo, pero como a ti no se te escapa una, si dices que hay algo donde morder, aquí estoy.

—No lo podemos dejar así. Sin perder tiempo te juntas con los demás y vais al director, a la policía, o al ejército, si hace falta. Yo voy a organizar una retirada de dibujos entre los padres y, si se pone chula esa, igual le parto la cara delante de todos. Ahora mismo le llamo a Inés que sabe cómo encarar estas situaciones. ¡Menuda es!

—Hola Inés, soy Isabel. Ha venido Lucas del cole y me he quedado ojiplática. O sea…

—No me digas más. Ya lo he visto y estoy indignadísima. Esto ya es el colmo. Si quieren guerra la van a tener. No se les puede dejar pasar ni una. Hablamos luego.

—Chao. Nos vemos.

—Hola Albert, soy Pablo. Me ha dicho mi mujer lo de los dibujos. Dice que esos tocapelotas se nos están subiendo a la chepa. Había pensado que podíamos dar una respuesta contundente y conjunta. Como tú tienes buen olfato para estas cosas, seguro que se te ocurrirá algo.

—Sí, ya lo he hablado con Inés. A última hora vamos a ir a ese terreno con tijeras, espráis y lo que haga falta. Incluso un tipo nos ha ofrecido un buldócer. Os podéis unir los que queráis. Ahora, no me traigas al broncas de Xavier que ese, a nada que le picas un poco, la lía parda y nos puede perjudicar. Guárdalo para otra ocasión. Llamaremos a la prensa afín para darle la máxima difusión. Tú te traes algún amiguete para que grite un poco. Decimos que nos han acosado y han puesto en peligro nuestra integridad. Estos son los momentos en los que hay que estar a la altura y saber aprovecharlos.

—Vale. Yo hablaré con mi tocayo a ver si les mete mano por lo judicial. De paso, si puede hacer algo con el propietario del terreno por cooperador, mejor. No podemos tolerar este desafío. Nos jugamos mucho. Un saludo, Albert.

—Un saludo, Pablo. Aunque lo del terreno habrá que mirarlo. Ya sabes que no se puede poner puertas al campo, pero algo tenemos que hacer. A por todas. Un abrazo.

—Joder qué buenas ideas tienes. Cerrar el campo me parece genial. Yo con tíos como tú me vengo arriba. Ya me acordaré de ti cuando ganemos.

—A ver, Pablo, cómo eres. Lo de las puertas es una metáfora.

—¿Meta… qué?

—Bah, déjalo.

—Isabel, acabo de hablar con Albert. Han organizado una buena. Creo que van a empapelar un campo.

—¿Estás seguro? Menuda la tienes con los papeles. Bueno, déjalo. Ya le preguntaré los detalles a Inés.

—Pero bueno, no sé qué os pasa hoy a todos. Parece que os habéis puesto de acuerdo. Me decís que lo deje aunque no concretáis qué.

 —Lucas, cariño, ya está todo arreglado. Hemos guardado todos los dibujos bien guardaditos en un cajón con llave y desaparecerán los lazos amarillos que había en el campo. Vamos a conseguir que vuelvan a poner amapolas, que serán muy de campo, pero son las de toda la vida y nosotros estamos con lo de siempre.

—Pero mamá…, eran girasoles…

—¡¡¡Pafff!!!

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DEJATE LLEVAR

«Mi hijo me odia, por eso estoy orgullosa de él.

 

Mi vida no ha sido nada fácil. He salido adelante como he podido. Siempre jodida y mal. Me pregunto si ha valido la pena. He pasado el tiempo pensando en que llegaría un momento de felicidad, pero o no ha llegado o no me he enterado. Ahora no sé cómo tirar para delante. Me gustaría hacer algo por lo que mi hijo cambiara de opinión sobre mí y sintiera al menos la décima parte de lo que yo siento por él».

 

Apoyada en el alféizar de la ventana hacía repaso de una existencia azarosa. Siempre deambuló por el mundo sumida en el caos. ¡Cuántas veces se había engañado con que era la mujer coraje! «Esa no existe», decía como para convencerse. «Llevar una vida perra no es lo mismo».

 

En estos momentos, el primer recuerdo era para su madre, una mujer que creía que su boda le sacaría de la miseria, pero esta le acompañó hasta la muerte. Trabajaba en el campo de sol a sol para alimentar primero a un marido vago, alcohólico y pendenciero, luego a cuatro hijos a quienes siempre parió en los descansos de la jornada. Era quien se llevaba los golpes cuando su esposo llegaba a casa y la emprendía contra todos.

 

A los diez años dejó de ver a su padre, cuando le metieron en la cárcel por matar de un navajazo a un paisano. Quizás fue ese el único momento donde le pareció que se acercaba a la felicidad.

 

Toda su infancia navegó en una tristeza difusa. Deseando no existir. Maltratada por la propia naturaleza que no le había hecho ninguna concesión y por un entorno que tampoco le hizo favor alguno.

 

A los trece años se fue de casa huyendo de un ambiente de droga y extorsión donde chapoteaban sus tres hermanos mayores y, a no mucho tardar, pensaba que acabaría entrando de cabeza. Su escapada no fue sentida ni, quizás, percibida. Nadie la reclamó. Se fue con lo puesto. A los pocos días, «de forma provisional, para salir del paso» se dedicaría a ese oficio del que había oído decir que era el más antiguo del mundo. Pero desconocía la parte escabrosa. Pronto se desengañó. «Qué profesión, ¡esto no es una profesión, es la manera más puta de sacarse las lentejas!», decía con una mezcla de amargura e ironía.

 

No tardó mucho en quedarse preñada. De la paternidad nadie se hizo responsable, aunque la mayoría de los hombres del pueblo podrían asumirla. Gente timorata en una sociedad hipócrita. Los domingos después de misa, paseaban sonrientes del brazo con sus esposas y vástagos, emperifollados todos, saludaban a la concurrencia y volvían al tedio de sus hogares.

Pensó que este niño obraría de revulsivo y le sacaría de su infortunio, pero no fue así. Alimentar dos bocas en un ambiente hostil acrecentó sus problemas. Compatibilizó la atención al hijo y a la clientela en el mismo entorno sórdido donde, por mucho que lo intentara, no se podría considerar un hogar.

 

Poco a poco se dejó apoderar por la desidia. Su hijo, con catorce años, apenas se dejaba ver por casa durante el día como no fuera para comer, pedirle dinero o chillarle. Llevaba unos meses que había empezado a levantarle la mano y amenazarla. El laberinto mental terminó por eliminar toda posibilidad de atisbar un horizonte que le diera un sentido mínimamente aceptable.

Allí, asomada a la ventana, sujetándose la cabeza con las manos como quien trata de evitar que reviente o, quizás, para aliviar la carga que acumulaba, contemplaba un paisaje devastado por la miseria material y moral que no había sabido o podido eludir. En un alarde de temeridad impropio de su débil voluntad, tomó la decisión que llevaba tiempo rumiando y decidió dar pasaporte a su vida. Retiró un tiesto que nadie podría asegurar si algún día tuvo flores y recogió cuidadosamente la ropa tendida. Subió al alféizar y se echó a volar.

Esos instantes fueron los únicos en los que le pareció creer que esa sensación nueva era el aliciente que hubiera necesitado para poder seguir adelante y siempre se le había negado. Se sintió libre de todo y de todos.

—Déjate llevar —dijo mientras extendía los brazos en un intento de prolongar la felicidad que acababa de descubrir y que, fatalmente, no podría repetir pues la llevaría a lo irremediable.

Fue un vuelo fugaz, pero, en esos instantes, tuvo el convencimiento de que se redimía ante su hijo.




LA POETISA

Garazi vivía en Baiona, al suroeste de Francia. Sabía que sus ancestros procedían del otro lado de los Pirineos. Algunos habían conseguido huir perseguidos por la Inquisición, acusados de practicar la brujería, la herejía y la superstición, motivos por los que mandaban a la hoguera a gentes como ellos.

 

Estaba fascinada con los relatos de la abuela materna. Hablaban de los dones especiales de las mujeres de su familia, del dominio de los elementos y del control de lo material y lo espiritual. Sabían interpretar los signos de la naturaleza y conocían las plantas para preparar los mejores ungüentos contra muchas dolencias. Cuando apenas sabía garabatear cuatro letras, Garazi ocupaba el tiempo en recrear cuentos fantásticos. Había adquirido una gracia y sensibilidad poética especial. Fantaseaba tanto que sus compañeras la llamaban cariñosamente la Poetisa.

Pero lo que imaginaba no le parecía bastante. Deseaba ir a Zugarramurdi. Era una obsesión. Quería encontrarse con el espíritu de Mari Trapu, antepasada quemada en la hoguera, según relato de su abuela, quien, a su vez, lo había oído de la suya y esta de la suya. Ese lugar mágico le transmitiría el conocimiento pleno ansiado desde hacía largo tiempo.

 

Recién cumplidos once años, en una excursión del colegio a las cuevas de Sare, el tumulto del autobús facilitó la oportunidad. Garazi enfiló decidida el camino a Zugarramurdi. Estaba cerca, al otro lado de la muga. Le costó encontrar las ruinas de lo que fue el caserío familiar. Bastante alejado de la población, era refugio de cabras y ovejas. Aun se mantenían en pie dos paredes, parte del tejado y la chimenea.

Inmediatamente se puso a la tarea. Registró palmo a palmo cuantas oquedades descubría entre las piedras. Cuando el sol cedía espacio a la luna, dio con aquello que tan afanosamente había buscado: Un saquito de arpillera que contenía un ramillete de hierbas secas. Añadió otras frescas y alguna raíz cogidas por los alrededores. Encendió fuego y en un cacharro viejo y oxidado encontrado por ahí, echó agua del manantial. Metió la mitad del contenido del saco y guardó el resto para otra ocasión, por si el bebedizo no surtía efecto a la primera. Fabricó una escoba con una vara de castaño y unas ramas de brezo. Se hizo una corona de muérdago y preparó el lugar para preservarse de comadrejas y alimañas varias que, seguro, estarían husmeando atraídas por humos y olores.

Era 27 de diciembre, solsticio de invierno. La luna llena -ilargi la llaman por estas tierras, cuyo significado es luz de los muertos- se dejaba ver en todo su esplendor sin que una nube osara mancillar su hermosura. Durante toda la noche realizó pequeños pero continuos sorbos de la pócima. Con los primeros albores, dio un último trago largo, avivó el fuego para ver por dónde se podía agarrar y subió a lo más alto del tejado. De allí a la chimenea. Montada en la escoba y a falta de un sortilegio mejor que invocar, echó mano de una canción de Mikel Laboa: « Baga, biga, higa; laga, boga, sega; zai, zoi, bele… xirristi-mirristi…». Volvió a repetir por tres veces el conjuro: «Baga, biga, higa…». Cuando le pareció el momento oportuno, dijo con voz potente la última palabra alargándola lo más posible: «ikimilikilikliiiiiik» y se lanzó decidida a sobrevolar el valle.

 

Del batacazo que se arreó contra el suelo, profirió tan horroroso alarido, que se oyó en toda la comarca reverberando en los montes circundantes. Cuentan cómo durante un mes los pájaros enmudecieron, las gallinas dejaron de poner huevos y las vacas dieron leche agria. Lo peor de todo sucedió durante los dos años siguientes pues todos los partos fueron varones. Todos salieron pelirrojos, la mayoría tartamudos, el que no, bizco y algunos lo uno y lo otro.

De Garazi no se supo más. Dicen que echó a correr dejando un rastro de hierba quemada hasta Iruña, capital del antiguo reino. Algunos afirman haberla visto merodear en las noches claras recogiendo hierbas. Hay quien sostiene que se refugió en lo más frondoso del bosque para acudir, cada veintisiete de diciembre, a Zugarramurdi a reunirse con gentes del valle. Allí, envueltos en el halo de misterio de la enorme cueva llamada en euskera Infernuko Erreka, que simboliza la entrada al útero de la Madre Tierra, pasan la noche en un prolongado akelarre bebiendo y danzando desenfrenados en torno a las hogueras junto con Akerbeltz, mitad hombre mitad macho cabrío negro… Pero de esto nadie puede dar fe, pues quienes fueron, jamás regresaron.

 

 


NOCHE DE FURIA Y SANGRE


Clara se despertó aturdida en el hospital. Recordó cómo la barca hacía agua al llegar a la costa, el último golpe de mar empujándola contra el arrecife y el rescate por unos  mariscadores.

A media mañana, entraron en la habitación la médica forense quien verificaría el estado de las lesiones de Clara y el comisario de policía para tomarle declaración. La desaparición del matrimonio de Brenda Stuart, rica heredera de una familia de la aristocracia inglesa y Myles Tavalas, sin profesión definida, pero arruinado en varias ocasiones, había disparado todas las alarmas. La investigación abierta pretendía averiguar el paradero del barco en el que habían partido y la suerte de la tripulación.

Myles quería rescatar unos cuantiosos fondos para desarrollar lo que consideraba el negocio de su vida y necesitaba el consentimiento de Brenda. Su afición a la navegación y a la pesca le pareció la excusa perfecta. Planificó una travesía a los atolones con el propósito de convencerla. Alquiló un velero tripulado por un viejo capitán más dado a la bebida que a su profesión. Este solía requerir el servicio de un muchacho avispado, hábil en el manejo del barco y con aspiraciones de llegar a pilotar el suyo propio. Clara, siempre dispuesta, contaba en las actividades del matrimonio, tanto de secretaria de él, como asistente de ella.

Sin apenas terminar la forense de evaluar el estado físico de Clara, el comisario inició el interrogatorio.

—Cuéntanos, Clara. Sabemos por el práctico de puerto que salisteis a navegar hace cinco días, muy temprano. ¿Qué pasó?

—El primer día estuvimos navegando hasta la noche. Nos alejamos rápidamente de la costa. Encontraron un banco de atunes y mi jefe quiso seguirlos. Cuando oscureció arriaron velas para cenar y descansar.   

—Muy bien. ¿Y después?

—Al día siguiente igual. Estuvimos dando vueltas siguiendo la pesca. Myles y Brenda empezaron a discutir. Era bastante habitual en ellos. Al principio Myles trataba de convencerla de algo. Cuando nos acostamos, los gritos se oían por todo el barco.

—¿Y qué hacía la tripulación esos días?

—El capitán se pasaba el día agarrado al timón con una mano y una botella en la otra. Brenda no salió del camarote en todo el día siguiente. Supongo que estaría enfadada. Yo estuve planificando las agendas sociales del matrimonio y tomando el sol.

—El Patrón solía viajar con un marinero. No has dicho nada de él.

—Antes de embarcar le vi acarreando los aparejos a cubierta, pero el marinero no subió al barco. El capitán le dijo que para una excursión de dos o tres días, no lo necesitaba.

—¡Vaya, qué extraño! —exclamó el comisario con el ceño fruncido.

En este punto intervino la forense.

—Ya es bastante por ahora. La paciente está agotada. Tiene heridas y magulladuras por todo el cuerpo y un shock traumático que aconseja más descanso.

—Aún no nos ha contado verdaderamente qué pasó. —Terció el comisario notoriamente molesto por la intervención de la doctora—. Dime, Clara, ¿qué sucedió después?

—Antes de amanecer la mar estaba muy picada. Comenzó a llover intensamente. La tormenta se nos echó encima enseguida. Salí a cubierta por si podía ayudar. En ese momento la mar desató su furia. Una inmensa ola nos golpeó a estribor. Vi cómo el capitán salía despedido del barco arrastrado por la corriente. Entre tanto Myles trataba de arriar el foque; la fuerza del viento y el balanceo hicieron que una polea suelta impactara violentamente en la cabeza. Fue horrible. Dejó un reguero de sangre y se desplomó. Intenté ir a ayudarle pero no pude hacer nada. Todo se movía.

—¡Uf!, y dime, ¿cómo has llegado hasta aquí sin ayuda?

Clara, visiblemente alterada, siguió contando entre sollozos:

— No sé cómo. Supongo que empujada por las corrientes… El barco zozobraba. El mástil estaba partido y el timón había desaparecido. Una vía de agua estaba inundando el velero… Fui en busca de Brenda para abandonarlo... La encontré tendida en el suelo..., muerta. Había sangre por todo el  camarote… Salí como pude y me subí al bote salvavidas. Estuve remando hasta que me quedé sin fuerzas.

—Basta por ahora. —Se impuso la forense—. Seguiremos en otro momento. Dejémosla descansar.

Antes de salir, el comisario respondía con cara de asombro a una llamada del móvil.

—¡Menuda sorpresa! —dijo en alto— a cien kilómetros de aquí han detenido a un marinero vendiendo joyas de la familia Stuart.

Clara estuvo un largo minuto silenciosa, hasta que dijo con voz entrecortada:

—Comisario…, estoy confusa. Creo que… cambiaré algún punto de mi declaración. 
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DIÁLOGO EN EL GIMNASIO

—Hola, ¿qué tal? Me llamo Maripili. ¡Chica!, es la primera vez que vengo al gimnasio. No a este, a ninguno. ¡Jajaja! He decidido cuidarme desde ya, porque si no lo hace una, no lo hace nadie por ti.

 Maripili lucía chándal verde fosforito, ajustado a reventar, celosamente guardado como fondo de armario de cuando se fue de camping con quien, a la postre, se casaría. Haciendo juego, calzaba alpargatas de esparto con prominente tacón. Pero, con todo, era el pelo rojo pasión lo más sobresaliente de su oronda presencia.

Confiaba en que la verborrea, trabajada día a día a base de entremeterse en las conversaciones del mercado, la situaría en un nivel intelectual y de ideas superior y le abriría las puertas que su posición social le había negado. En realidad, en ella se concentraba lo más básico y primario del comportamiento humano.

 Isabel la miraba con cara de circunstancias y, sin decir nada, correspondía con una sonrisa de cortesía para hundir enseguida la vista en el monitor de la cinta. «¡Uf! Vaya petarda. Espero no coincidir con ella otro día» pensó.

 —Ya le he dicho a Jose —insistió Maripili—, Jose es mi marido: si tú te vas con tus amigotes, yo también quiero mis ratos libres.

 —Sí —respondió Isabel sin volverse esta vez—, necesitamos tiempo para nosotras.

 —¡Ya lo creo! Toda la vida trabajando, luego que si la casa, el marido y los hijos. Cuando íbamos de vacaciones, lo mismo. Yo no he tenido tiempo para darme gustos. Ahora los hijos se han marchado de casa, los dos. Primero la mayor, Aurora. Se llama como su tía abuela por parte de padre. No había manera de encontrarle nada decente donde trabajar. Sabes, no se le daban bien los estudios. Yo quería meterla en la cocina del hospital, pero como nos echaron a todas a la calle para dárselo a una empresa privada, no pude enchufarla. ¡Vete tú a saber qué chanchullos habrá allí!

 —Bueno, nunca se sabe qué es mejor —susurró Isabel para salir del paso.

 —Pues como te decía, se ha ido a vivir con el novio que trabaja en la Volkswagen. Está muy bien colocado en la sección de pintura. Es eventualmente fijo. O algo así. Pero no están casados. Ahora se pueden decir estas cosas, no como antes que te miraban mal. Ya no se lleva lo del bodorrio. Yo soy partidaria de dejarles. A Jose, que es un rancio, le parece mal, pero me lo dice a mí, no a ella.

 —Así es la vida —respondió Isabel—. Hay que dejarles. Y aceleró el paso  como si eso sirviera para huir del lugar. «No puede estar pasándome esto a mí. Como siga hablando esta deslenguada, me va a dar algo» pensó.

 Isabel había dedicado toda la vida al ejercicio de la docencia. Sin familia con la que llevar penas y gozos. Después de una jubilación adelantada, el tiempo lo dedicaba a la lectura, al cuidado del cuerpo y a mantener cerrada la frontera de su intimidad.

 —El pequeñín se ha largado a vivir con dos amigos. Eso sí le parece bien a mi Jose —continuó Maripili, lanzada.

 Llegada a este punto, Isabel se encontraba tremendamente molesta. Le interrumpió con firmeza, dando por acabada la sesión antes de lo previsto.

 —Con todo respeto, no me interesa nada de lo que me cuentas. Me desagrada el cotilleo. No me gusta ser espectadora de la vida de las demás, sino protagonista de la mía. Ya me vale, me voy a la ducha.

 Poco rato después, Maripili se las arregló para coincidir en la cafetería del gimnasio. Se sentó en la mesa de Isabel, como si fueran amigas de toda la vida, con un vaso de café con leche y una enorme rebanada de pan con mermelada en una bandeja.

 —Chica, yo por las mañanas solo puedo tomar café, aunque me gustaría una cervecita. —Continuó Maripili, dando cuenta de sus movimientos intestinales y de sus rutinas con el baño.

 Para Isabel estas palabras excedían con mucho su margen de tolerancia ante lo que consideraba una ordinariez. Parecía como si todo lo aguantado en la vida se acumulara en esa media hora. Ya no pudo más y le espetó:

 —Eres una persona grosera y odiosa. Ni se te ocurra acercarte más a mí.

Poniéndose en pie, cogió la bandeja, la dejó caer violentamente sobre la mesa y se fue.

 —¡Vaya con la remilgada esta! Ya me habían dicho que en este gimnasio había gente rarita. ¡Que te den!

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EL MENTIROSO

Lucía camina deprisa, absorta en las tareas pendientes, sin prestar atención a la gente con quien se va cruzando. Agobiada, pero con la mágica satisfacción que da atender a los tuyos.

 —¡Hola!
 
La primera reacción fue apartarse de la trayectoria de quien se le venía encima. En cuanto le reconoció se quedó clavada en el sitio, como petrificada ante la peor aparición que jamás pudiera imaginar.
 
—Hola… Sebastián —consiguió balbucir tras unos instantes de perplejidad que se hicieron eternos.
 
Enseguida  supo que este encuentro no traería nada bueno. Calculó que habrían pasado seis años, quizás siete, desde que desapareció. Luego, echando cuentas, fueron diez, aunque por su aspecto renqueante y demacrado cualquiera hubiera echado veinte.
 
Antes de que Sebastián se detuviese por completo, Lucía se puso a la defensiva y su cabeza empezó a maquinar el modo de quitárselo de encima con rapidez. Seguro que a dar no venía.
 
No hizo falta preguntar para saber que su andar y su traza eran secuelas de un ictus, por ello los prolegómenos de la conversación devenían obligados. El asiento de la marquesina del bus sirvió de improvisado acomodo donde Sebastián, tal vez por una sola vez en una vida plagada de mentiras, se sinceró. La sorpresa fue conocer que el derrame cerebral le había sobrevenido en la celda de una prisión, lugar en el que estuvo chapado cuatro años después de que le pillaran en el aeropuerto con un kilo de farlopa adosado a cada pierna.
 
Venía de Brasil, lugar a donde había acudido a recoger la mercancía que le sacaría de la miseria a la que su adicción le había abocado. La planificación y logística de la operación corrió por cuenta del mismo cártel al que tuvo la desgracia de acudir solicitando un préstamo. La pasta la despilfarró rápidamente y, por no cumplir con los plazos de devolución, le costó sus dedos índice, corazón y anular de la mano derecha que sus prestamistas se cobraron a modo de intereses, que no de principal.
 
La pérdida de los dedos ya la conocía Lucía. El motivo real lo ignoraba. Sebastián siempre mantuvo que ocurrió como consecuencia de un accidente arreglando la excavadora del negocio. Esto le valió para conseguir del seguro un buen pellizco que, como de costumbre, no lo empleó en saldar deudas y sanear la empresa, sino que se fue al pozo sin fondo del juego donde había dilapidado anteriormente el patrimonio de la sociedad, los múltiples préstamos sacados de amigos y la herencia de su esposa. Esta, harta de soportar desplantes y falsedades, de quedarse arruinada y con dos hijos adolescentes, con el divorcio le perdió de vista a él, pero no así de la carga de algunos débitos que no le quedó más remedio que afrontar por culpa de los avales.  
 
El ictus sacó del talego a Sebastián en libertad condicional antes de tiempo, ironías del sistema penitenciario. Se encontró en la calle; con medio cuerpo inútil; sin familia; sin la empresa que, del mismo modo que fundó, la fundió; con un montón de deudas y de enemigos y con una exigua paga de invalidez que justo alcanza para pagar una cochambre de habitación. Por delante le queda una vida lo suficientemente larga como para ir conociendo más penalidades, que seguro que se irán acumulando, pero no tan larga como para poder afrontarla en condiciones favorables.
 
Los detalles del relato dieron paso a los planes de futuro, cada uno más alejado de la realidad. Reflotar la empresa, lo que le posibilitaría la definitiva libertad, ¡la libertad!;  pagar a acreedores y reconciliarse con la familia. Nuevamente volvía al engaño. Sabía que una empresa no se revitaliza como quien chasquea los dedos, ni una familia se recompone cuando lo que hubo se evaporó o, seguramente, aún queda resquemor. Vanas esperanzas que se crean en un ambiente carcelario donde la realidad se distorsiona hasta hacerla irreconocible y en el que la necesidad de libertad hace que vuele la imaginación, quizás como la mejor, o única, terapia de supervivencia.
 
Llegado a este punto del relato, Lucía no pudo soportar más la desazón que le producía. Sus planes del día se habían difuminado. Ahora lo único que quería era huir de allí como fuera.
 
—Bueno, papá, ¿ahora cómo estás?
 
—Estoy rehabilitado.
 
—Me alegro. Te veo bien. Un día quedamos y conoces a tus nietos. Ahora estoy con un montón de líos.
 
—Ya quedaremos. Oye Lucía, tengo que comprar unos medicamentos urgentemente. ¿Me podrías prestar algo de dinero? A fin de mes cobro, y te lo devolveré.



 
Relato ganador en el Concurso Literario de Relato Corto de Lizoain:



LA CIUDAD NO ES PARA MÍ

Mi vida transcurría apacible en el solaz del pueblo hasta que ocurrió aquel encontronazo. Soy de Urroz Villa, lo cual considero un regalo del destino. Tengo todo lo necesario: una madre que se desvive por mí y sin ella no sé si me apañaría; el curro en la cooperativa; la cuadrilla que conoce mis más memorables momentos de juerga siguiendo rigurosamente el calendario de fiestas de los pueblos del entorno; una naturaleza de lujo y el bar de la plaza que me proporciona la mejor medicina en forma de bebistrajos. También está Snoopy. No caza pero me acompaña en los paseos por el monte. Este es mi mundo. Cuando quiero viajar pongo el canal de “National Geographic”: no madrugo, estoy cómodo y no me pican bichos raros. En cuestión de, digamos, novias, de momento me arreglo con Internet.

 

Los amigos siempre me hablaban de las maravillas que se podían encontrar en ese gran establecimiento del centro de la capital. Una tarde, picado por la curiosidad pero no convencido, me acerqué con intención de husmear de qué iba aquello y comprar, si se terciaba.

 

Estaba frente a la puerta del local contemplando alelado el edificio —que más parecía una lata de sardinas— cuando un chaval, al descuido, me levantó la cartera. Se echó a correr al interior de las galerías como alma que lleva el diablo. Una llamarada de indignación inflamó mi sesera. Pensé que el mocoso podría ser más rápido, pero no más listo. Naturalmente me lancé tras él. Tiró para arriba por unas escaleras abarrotadas empujando sin miramiento. Opté por coger las de al lado ya que, extrañamente, se encontraban vacías. En un principio, cegado por las ganas de atraparle, no me fijé en su movimiento descendente. No obstante, calculé que, al encontrarse las mías expeditas, me daría la ventaja suficiente como para atraparlo arriba. Subí precipitadamente los dieciséis escalones sin perder de vista la escalera lateral. Al llegar al último, apareció como por encanto del propio suelo uno más con el que no contaba. Provocó que mi pie no tuviera la paciencia requerida para asentarse como es debido. Tropecé y, después de realizar alguna cabriola, quedé por unos instantes suspendido en el aire cual funámbulo que ha perdido el equilibrio dibujando figuras imposibles y sin decidirme si a izquierda o derecha. Con más rapidez de la que había subido empecé a bajar. Uno a uno fui besando los peldaños hasta contar diecisiete, lo cual me induce a pensar que en uno de ellos repetí beso o, quizás, el sobrante era el que a última hora se incorporó a la danza. Terminé la actuación haciendo el espagat y con los brazos en jarras. Si no fuera por la abundante sangre que manaba de la nariz y porque el momento no se prestaba a ello, me habría arrancado con una jota.


—Ya noté algo raro cuando le vi subiendo a contra corriente con esas pintas de garrulo. Por eso no me había decidido a bajar. Si no hubiera soltado el bolso, ahora no estaría contándolo —terminó diciendo.

 

Por fortuna la susodicha no puso denuncia, quizás al apiadarse de mi lamentable estado. Del chaval que se llevó mi cartera nadie dio fe. Ni siquiera me creyeron. Dijeron que era una burda excusa. Cuánta razón tiene mi santa madre cuando dice que el mejor comercio es el de proximidad.

 

Me encontraba humillado, apaleado, sin documentación y sin el dinero de las compras. Aún conservaba algunas monedas, así que me fui a un bar a lamerme las heridas. Haría tiempo para no volver tan pronto al pueblo y evitar explicaciones enojosas. Mientras me relajaba con la cervecita, me entró curiosidad por ver el estado de la nariz empeñada en palpitar cual corazón enamorado. Aprovecharía para hacerme una auscultación en la zona costillar resentida del puñetazo que me había metido el segurata de los cojones cuando todavía estaba semiinconsciente en el suelo. ¡Manda ser cafre! Una de las puertas del baño estaba entreabierta. La empujé e hice amago de entrar mientras me iba soltando la ropa. «Ocupado», oí decir a alguien agachado con los pantalones por las rodillas. «Perdón», respondí. Cuando me giraba para dejarle en la intimidad que requiere el acto, le miré someramente. Esta vez la palpitación fue directamente del corazón. Se me alteró el organismo de la misma manera que lo había hecho cuando saltaba de escalón en escalón por las escaleras mecánicas de aquel nefando establecimiento.

 

Allí estaba el ladronzuelo que un rato antes me había robado la cartera y que, por su culpa, casi me enchironan. Lo tuve fácil. Le metí tal empujón con el pie apoyado en su pecho, que se quedó empotrado en la taza con los pies colgando y agitando los brazos con frenesí en un intento desesperado por asirse a algo que le evitara tomar contacto con lo que, momentos antes, había soltado. Agarré mi cartera que estaba encima del lavabo y, ya de paso, la zamarra guapa del descuidado ratero que colgaba de la percha. Resarcimiento de daños lo llaman. Salí pitando. Corrí cuanto pude y me dejaban mis doloridos huesos. Mi corazón seguía bombeando a toda pastilla, pero, esta vez, de contento.

 

Cuando calculé que estaba lo suficientemente lejos de la escena, me metí en un portal para tomar aliento y revisar por si faltaba algo. Tenía la esperanza de que, al menos, estuviera toda la documentación que tanto cuesta reponerla. Sentado en el primer tramo de la escalera, pasé unos minutos hasta que la respiración tomó los parámetros habituales. Al abrir la cartera, de nuevo mi corazón me arreó una sacudida que, por su intensidad, por un momento lo asimile a un infarto.

Allí estaba todo. La documentación, la foto de Snoopy, porque novia no tengo y creo que va para largo, toda la pasta extraordinaria reservada para las eventuales compras y, ¡no te jode!, un montón más que yo no había metido.

Me quedé allí sentado mirando atónito el fajo de billetes que tenía agarrados en una mano, sin saber qué pensar, decir o hacer. Aquello no podía ser sino el producto de un día fructífero del carterista en uno o varios tirones. Decidí con buen criterio que no era cuestión de empezar a investigar su procedencia.

 

En estas estaba, cuando sentí un golpe en mi espalda. No fue lo suficientemente fuerte como para que mi corazón se alterara, cosa que habría sido el remate final con el trajín que ya llevaba, ni como para que no pudiera incorporarme como un resorte. Me volví mientras alguien comenzaba a gritar llamando a la policía. ¿Quién dijo que las casualidades no existen? Allí estaba blandiendo una escoba la señora del bolso. La de las escaleras de los grandes almacenes. No hubo manera de hacerle entrar en razón porque sus gritos ahogaban mis palabras. Es increíble cómo en tan poca cosa se puede generar tan estridente voz. Así que, con la experiencia adquirida en mis vivencias, que si por algo nos caracterizamos los de pueblo es por nuestra astucia innata, recurrí al truco que nunca falla. Separé unos billetes y los lancé al aire. Antes de salir del portal, la vieja se había callado y estaba afanosa de rodillas recogiendo la pasta con un entusiasmo que, estoy seguro, hacía tiempo había olvidado.

 

Estaba baldado. Opté por tomar un taxi. Me paré en la puerta del bar de la Plaza del Ferial ante la atónita mirada de los parroquianos que no daban crédito a lo que veían. Con la excusa de mis dolencias, rogué al taxista que me abriera la puerta. Esbozando la mejor sonrisa que pude, me apeé dando la importancia que requería el momento. Me puse la chupa nueva y, antes de llegar, solté a la concurrencia:

 

—Estáis todos invitados. Las próximas rondas las paga este menda.

 

Continuación del relato no presentado a concurso

 

Aquella noche fue apoteósica, de las que hacen historia y crean amistades inquebrantables que luego duran lo que duran. Allí estaban todos. Desde los de dieciséis años hasta los de cincuenta y algún otro mayor que siempre se apunta cuando la ronda es gratis y buscan cualquier excusa para salir de casa. Fui, como no podía ser menos, el centro de la fiesta. Por primera vez en mi vida me animé a bailar con una moza hasta que mis pies obstinadamente empezaron a machacar los de ella.


Se podría decir que bebí más de la cuenta, pero han sido ya tantas veces, que en realidad ya nadie lleva esa cuenta. Mi madre —que es una santa, no me cansaré de repetirlo—recogió de mis amigos lo que de mí quedaba y entre todos me echaron en la cama como un fardo.

 

Desperté, más que con un clavo, con una taladradora traspasándome las meninges de lado a lado. Muy acorde con la fiestuqui de la noche anterior. Pero ya se sabe: un clavo se saca con otro clavo. Un carajillo mañanero bien cargado era siempre mi particular bálsamo de Fierabrás. Era finde, así que llamé a Snoopy y en media hora me planté en lo alto del cerro. Elegí la misma piedra que ya conocía mi culo pues en ella reposaba mirando el paisaje cuando no quería —o no podía— pensar. Aquella vista obraba el milagro de devolver cuerpo y mente al sosiego. En estas estaba cuando, de forma inopinada, metí la mano en el bolsillo interior de la chupa nueva. Allí había algo. La foto de una piba.

 

Quiso la casualidad —aunque siempre he dicho que si la casualidad quiere, es que hay voluntad y si hay voluntad no es casualidad, pero las dos a la vez no puede ser— que, antes de deshacerme de la foto por aquello de no dejar rastro que pudiera delatar mi delito, le diera la vuelta. Allí había un número. Claramente correspondía a un teléfono, y un nombre: Lorena. Ya puestos, miré con detenimiento quien parecía propietaria de número y nombre. Quitándole el piercing de la nariz y dándole un buen lavado de los potingues repartidos por todo el rostro, no estaba mal la moza. Seguro que un mes en casa con mi madre obraría el milagro de la transmutación. Desaparecerían los colores y ese peinado imposible. Lo que había debajo del cuello la instantánea no lo captaba, pero hay que suponerlo a tenor de lo visto. Seguramente requeriría algún retoque en profundidad. Tengo para mí que quien se preocupa con profusión en adornar su exterior, tiende a olvidarse en ocupar con provecho su interior. Ahora, eso sí, esos ojazos merecían mejor carcasa. No le di más vueltas al asunto y me guardé la foto. Silbé al perro. Snoopy conocía esa llamada y su significado. Hora de comer. Yo ya sabía: menestra de verduras y cordero guisado al chilindrón como solo sabe preparar mi madre. Es lo que toca cada domingo desde que yo recuerde. También Snoopy lo sabe por lo que le cae.

 

Por la tarde mi cabeza fue un torbellino de ideas que, curiosamente, no me dejaban pensar pero tenían una imagen nítida que se convertía en obsesión. Los ojos de la tal Lorena parecía que seguían mirándome entre interrogativa e insinuante. Más diría, estaban impeliendo una llamada de auxilio desesperada.

Vinieron los de la cuadrilla a buscarme a casa por si me pasaba algo pues no había aparecido por el bar a jugar la partida de los domingos, algo que no había ocurrido desde aquel vapuleo que me dio una vaca por fiestas. Ni me acuerdo el tiempo que hace. Esa noche, hasta que no tomé la decisión, no pude conciliar el sueño. Por la mañana le llamaría. No tenía un propósito definido, pero quería hablarle y oír su voz. Tal vez darle alguna explicación si me la pedía y no me colgaba antes.

 

A mediodía, sin guión previo, pulsé los nueve números y esperé tres tonos. De pronto me quedé mudo después de escuchar «aló». ¡Qué voz, qué entonación en una sola palabra de tres letras!

 

—Soy Martín —acerté a balbucir—. Tengo tu foto y una cazadora…

 

No me dejó terminar:

—¿Tú eres el  primo que le ha levantao el abrigo to guapo a ese bocachancla?

 

—¿Eh?... A, sí… eso —respondí con cierto temor.

—Tranki, era un acoplao. Estaba siempre dando la turra a ver si metía ficha. Le he hecho ghosting. Que le den.

 

No me considero anticuado, pero esa jerga me resultaba difícil de seguir. Estaba claro que no estaba a su altura, pero mi conocimiento de inglés de andar por casa me permitió hacerme una vaga idea de su significado, así que lo único que se me ocurrió fue proponerle una cita sin calentamiento previo, de sopetón. Debió sorprenderle gratamente porque me respondió sin dudarlo:

 

—Mola. Chapamos a las nueve. Ven mañana a la puerta de empleados por la parte de atrás. Curro en “Galerías Inglesas”.

 

Me quedé ojiplático. Eran los mismos almacenes del incidente del sábado. Daba sentido a la presencia por allí del chaval que me levantó la cartera y salió trasquilado con el trueque.

Un cuarto de hora antes estaba apostado en la acera de enfrente. Me puse la chupa —bueno, el abrigo en el argot— por aquello del reconocimiento y por remarcar mi dominio de la situación. Como si de un encierro se tratara, a las nueve en punto se abrieron las puertas y fueron saliendo casi atropellándose tías bien trajeadas y algún tío como buscando a alguien que les esperaba. El ajetreo hizo que no me percatara de quién se me plantaba al lado. Una niña bastante remilgada. Qué digo, una auténtica muñeca de porcelana de las que haría como nuera las delicias de mi madre. Sin piercing ni peinado de diseño.

¡Vaya cambiazo! La reconocí por sus ojos. La mirada me pareció en persona más desafiante que interrogante. Después de unos instantes de titubeo, le saludé con un tímido «hola». La reacción de ella no estaba entre las múltiples que había sopesado. Me pasó el brazo por el cuello y me largó un beso en la boca ni muy corto ni muy largo, pero lo suficiente intenso como para dejarme fuera de juego.

 

—Thank you. Ese metemierda ya es historia. Sígueme, ya se han ido todos y quiero enseñarte algo —dijo mientras tintineaba unas llaves en la mano—. Soy un poco Yolo.

Mi expresión de extrañeza no necesitaba palabras.

 

You Only Live Once —respondió con una seductora sonrisa que me desarmó.

 

—Eso ya lo he pillado: solo se vive una vez. Tira para dentro.

 

Me dejé llevar de la mano hasta el almacén. En la penumbra se fue despojando lentamente de su ropa. Luego siguió con la mía recreándose en cada movimiento. Para entonces la erección era incontrolable y pugnaba por abrirse paso entre tanto impedimento. Yo cerraba los ojos avergonzado. Las caricias precipitaron mi explosión antes siquiera de completar el desnudo. Fue entonces cuando me di cuenta de que no estábamos solos. Nos flanqueaban una decena de maniquíes como testigos sorpresa de la pasión desatada y, a su vez, de semejante pifia. Mudos e inmóviles pero, tengo para mí, que no perdieron comba en ningún momento. Fabricados por «MUFASA, Muñecas de Fantasía, S.A.». Su nombre me recordó mi película favorita de niño: El Rey León, lo cual, lejos de intimidarme, me excitó más e hizo que me comportara no como un león sino como un tigre. En esta segunda oportunidad lo di todo. Hicimos el amor con la pasión del principiante y la desenvoltura de la versada. Seguí mis instintos dosificando el ímpetu y dando rienda suelta a la imaginación. Los besos mezclaron saliva y sangre de un mordisco con el sudor de los cuerpos en un cóctel explosivo hasta el estremecimiento final. Quedamos abrazados jugando con besos y caricias creyendo que el tiempo se había detenido y que solo existíamos los dos.

 

Echó a perder nuestra ensoñación el ruido de una puerta que se abría al fondo del pasillo. Alguien apareció armado de linterna en una mano y porra en la otra. Exclamé horrorizado:

 

—¡¡¡Hostias!!! ¡El segurata de los cojones!

 

Lorena exclamó:

 

—¡¡¡Hostias!!! ¡Mi viejo!


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LA OFENSA

Dicen que no hay más ofensa que la indiferencia. Eso es lo que pasó con la pequeña Xim Qian. En la aldea veíamos y callábamos, y en ese silencio llevamos nuestra culpa implícita.
Todos esperábamos que fuera niño, pero salió niña. Nació en el barro del arrozal un día de diluvio. Desde ese momento no lo tuvo fácil. La madre la sacó adelante como pudo. No le enseñó a leer ni escribir porque era una herencia que ella jamás recibió, pero intentó trasmitirle valores de dignidad a pesar de un marido que solo quería mano de obra para cuando  a él le llegara la vejez.
El padre decidió que, a los ocho años, Xim Qian ya era mujer y había prendido todo lo que necesitaba en la vida. Al día siguiente empezó en el campo. Esa misma noche fue la primera, pero no la última ni la peor. Xim Qian pasaba horas enteras en los arrozales. Cuando la luz del ocaso no daba para más, recogía los aperos en el almacén, alimentaba a los animales o arreglaba en lo que podía la hacienda. Prefería seguir trabajando como en un intento por evitar que llegara la noche y, con ella, el gorila. Exhausta de tanta resistencia, se rendía sin fuerzas para defenderse de lo que, por otro lado, no sabía cómo afrontar.
Plantar arroz a mano con el espinazo encorvado es duro, pero a veces se convierte en oportunidad. Con la primera claridad de un gris y desapacible día de niebla. Xim Qian descargó la azada con toda la rabia contenida de tanto ultraje de esa noche y de todas las noches anteriores. Un golpe contundente y seco bastó. El barro que le vio nacer hizo el resto.
En la aldea permanecimos en silencio. En esta ocasión, lavó parte de nuestra culpa.

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AND HAPPY NEW YEAR

Murray, desde su esquina privilegiada, observaba las calles engalanadas: escaparates repletos, luces de colores, gente deambulando de aquí para allá, unos con prisa, otros cargados de paquetes y, quizás, de ilusiones y buenos propósitos. Había quien le deseaba feliz navidad con una sonrisa de satisfacción, otros, simplemente, le ignoraban. Unos niños cantaban villancicos pidiendo el aguinaldo; en otra esquina Papá Noel tañía la campana: «¡Jo-jo-jo!». El espíritu navideño henchía la ciudad.

A paso lento pero firme, se dirigió al muelle; subió al primer barco velero atracado; dobló su gabardina raída, la colocó con delicadeza encima del noray; hizo igual con las sandalias; se soltó la coleta; desamarró el cabo de la bita y empujó decidido con el pie descalzo. 

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AROMA DE INCIENSO

Llevo un buen rato despierto. El despertador no ha sonado, así que imagino que todavía será pronto. No oigo a mis vecinos en sus broncas diarias. La madre con los hijos, los hijos entre ellos, el padre contra todos y los vecinos de abajo golpeando el techo con la escoba conminándoles a que se callen. Hace apenas una semana que estoy en este apartamento y parece que he pasado toda la vida.

 Algo me está pasando. Una extraña sensación recorre mi cuerpo. No sabría concretar qué. Diría que es una inquietante mezcla de frío y miedo. No es que me encuentre mal, al contrario. Noto que el aire que respiro parece que me quema los pulmones pero, a su vez, me pone eufórico. Debe ser el aire acondicionado. Tendré que decirle al casero que me lo cambie.
Cuando me levante le llamaré a Laura. ¡Qué raras son las tías! «Y qué primarios los tíos», me diría ella. En fin, sea como fuere no ha funcionado y no se puede dar marcha atrás. Sobre todo después de la bronca y de que se me fuera la mano. Creo que tendré que firmar esos papeles. Al menos veré a Maite cada quince días. Con el piso no tengo nada que hacer. Ya puedes haberlo comprado con tu dinero, pero habiendo hijos por medio y lo de la custodia, la Justicia es implacable.
Aquí no estoy mal. El alquiler está apañado y cerca del curro. Si no fuera por este aparato que me está secando la boca y jodiendo los pulmones. A ver si me lo arregla para el viernes que tengo cena con los colegas y unas pibas que van a traer. ¡Si me viera Laura! Ja,ja,ja, no quiero ni imaginar la escandalera que montaría.
En la oficina tengo que empezar a moverme. A estas alturas, el tío de Laura se habrá enterado de lo nuestro. Ya me veo con una diana en el culo. Se va a jubilar ahora, pero antes de irse es capaz de colgar mi cabeza en su despacho como un trofeo más. O destinarme a la sucursal de México que ya me lo ha insinuado un par de veces. Por qué no le habría hecho caso a Tomás: «Ni se te ocurra aceptar ese puesto. Te vas a meter en la boca del lobo. Te van a tener agarrado por ahí de por vida y cuando pienses en dejarlo, ya no te querrán en ningún sitio». Veré cómo juego mis cartas.
Bueno, ya está bien, me estoy cansando en la cama y no quiero pensar más. Voy a salir a pasear para sentir el frescor de la mañana. Iré deprisa para desentumecer los músculos. ¡Uf!, me cuesta andar. Todo está desierto e inmóvil. Parece como si la vida se hubiera congelado en un instante. Los colores han desaparecido. Todo parece sutil y vaporoso, de un gris mortecino que apenas dibuja los contornos. Parecen desvanecerse los perfiles de las calles. Los coches no circulan. Están parados de cualquier manera en medio de la vía. Mira, ese parece mi coche. No puede ser, ese está destrozado y abandonado.  Me ha parecido ver un grupillo de extraños seres corriendo de aquí para allá y desaparecer al doblar la esquina. Parece que llevan algo que no sé distinguir. Cosas robadas, supongo. ¡Eh! No te jode, un tipo de esos me ha levantado el reloj al vuelo. No puedo seguirle, no me responden las piernas.
Veo la puerta de una iglesia abierta y decido entrar para descansar un rato y tranquilizarme. Acierto a ver el humo de una vela recién apagada. El ambiente aun conserva el aroma a incienso. Una campana deja sonar los últimos golpes de badajo con un tañido cada vez más lento e imperceptible. Siento en mi brazo el golpeo de una gota de agua. ¿Una iglesia con goteras? Cómo cambian los tiempos, los curas sin blanca para los arreglos.

No entiendo nada de lo que me está pasando. Si no fuera porque estoy despierto, diría que es la pesadilla más extraña de mi vida. Me vuelvo a casa y me meto en la cama. No me puedo mover. Comienzo a oír un murmullo y cómo hay gente a mi alrededor bullendo sin ningún sentido. Reconozco sus voces pero no sus rostros. Me limito a contemplar absorto el espectáculo. Siento cómo algo baja lentamente sobre mí y me deja en la penumbra. Una raya de luz se hace cada vez más tenue hasta la total oscuridad.
Descansaré un rato.
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DÉJATE LLEVAR


«Mi hijo me odia, por eso estoy orgullosa de él.

Mi vida no ha sido nada fácil. He salido adelante como he podido. Siempre jodida y mal. Me pregunto si ha valido la pena. He pasado el tiempo pensando en que llegaría un momento de felicidad, pero o no ha llegado o no me he enterado. Ahora no sé cómo tirar para delante. Me gustaría hacer algo por lo que mi hijo cambiara de opinión sobre mí y sintiera al menos la décima parte de lo que yo siento por él».

Apoyada en el alféizar de la ventana hacía repaso de una existencia azarosa. Siempre deambuló por el mundo sumida en el caos. ¡Cuántas veces se había engañado con que era la mujer coraje! «Esa no existe», decía como para convencerse. «Llevar una vida perra no es lo mismo».
En estos momentos, el primer recuerdo era para su madre, una mujer que creía que su boda le sacaría de la miseria, pero esta le acompañó hasta la muerte. Trabajaba en el campo de sol a sol para alimentar primero a un marido vago, alcohólico y pendenciero, luego a cuatro hijos a quienes siempre parió en los descansos de la jornada. Era quien se llevaba los golpes cuando su esposo llegaba a casa y la emprendía contra todos.
A los diez años dejó de ver a su padre, cuando le metieron en la cárcel por matar de un navajazo a un paisano. Quizás fue ese el único momento donde le pareció que se acercaba a la felicidad.

Toda su infancia navegó en una tristeza difusa. Deseando no existir. Maltratada por la propia naturaleza que no le había hecho ninguna concesión y por un entorno que tampoco le hizo favor alguno.
A los trece años se fue de casa huyendo de un ambiente de droga y extorsión donde chapoteaban sus tres hermanos mayores y, a no mucho tardar, pensaba que acabaría entrando de cabeza. Su escapada no fue sentida ni, quizás, percibida. Nadie la reclamó. Se fue con lo puesto. A los pocos días, «de forma provisional, para salir del paso» se dedicaría a ese oficio del que había oído decir que era el más antiguo del mundo. Pero desconocía la parte escabrosa. Pronto se desengañó. «Qué profesión, ¡esto no es una profesión, es la manera más puta de sacarse las lentejas!», decía con una mezcla de amargura e ironía.
No tardó mucho en quedarse preñada. De la paternidad nadie se hizo responsable, aunque la mayoría de los hombres del pueblo podrían asumirla. Gente timorata en una sociedad hipócrita. Los domingos después de misa, paseaban sonrientes del brazo con sus esposas y vástagos, emperifollados todos, saludaban a la concurrencia y volvían al tedio de sus hogares.
Pensó que este niño obraría de revulsivo y le sacaría de su infortunio, pero no fue así. Alimentar dos bocas en un ambiente hostil acrecentó sus problemas. Compatibilizó la atención al hijo y a la clientela en el mismo entorno sórdido donde, por mucho que lo intentara, no se podría considerar un hogar.
Poco a poco se dejó apoderar por la desidia. Su hijo, con catorce años, apenas se dejaba ver por casa durante el día como no fuera para comer, pedirle dinero o chillarle. Llevaba unos meses que había empezado a levantarle la mano y amenazarla. El laberinto mental terminó por eliminar toda posibilidad de atisbar un horizonte que le diera un sentido mínimamente aceptable.

Allí, asomada a la ventana, sujetándose la cabeza con las manos como quien trata de evitar que reviente o, quizás, para aliviar la carga que acumulaba, contemplaba un paisaje devastado por la miseria material y moral que no había sabido o podido eludir. En un alarde de temeridad impropio de su débil voluntad, tomó la decisión que llevaba tiempo rumiando y decidió dar pasaporte a su vida. Retiró un tiesto que nadie podría asegurar si algún día tuvo flores y recogió cuidadosamente la ropa tendida. Subió al alféizar y se echó a volar.

Esos instantes fueron los únicos en los que le pareció creer que esa sensación nueva era el aliciente que hubiera necesitado para poder seguir adelante y siempre se le había negado. Se sintió libre de todo y de todos.
—Déjate llevar —dijo mientras extendía los brazos en un intento de prolongar la felicidad que acababa de descubrir y que, fatalmente, no podría repetir pues la llevaría a lo irremediable.

Fue un vuelo fugaz, pero, en esos instantes, tuvo el convencimiento de que se redimía ante su hijo.

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EL GRITO

NOTA PREVIA: Este relato corresponde la propuesta para el mes de abril que se presentan en el taller de https://www.literautas.com/. Las premisas debían ser: que el protagonista fuera un escritor con miedo al folio en blanco, es decir, sin ideas ,y que contuviera las palabras: lencería, lápiz, limón. Los comentarios que se han hecho y se pueden seguir haciendo están en la entrada de la PÁGINA PRINCIPAL de este blog el día 8 de abril 2018.
«Se giró al escuchar el grito.
—¡Adela!
Antes de que pudiera reaccionar, el autobús la golpeó con fuerza arrollándola unos metros entre las ruedas.
A pesar de encontrarse aturdida, la primera reacción fue la de incorporarse. Enseguida comprobó  que no se podía mover. Adela quedó tendida boca arriba viendo cómo la gente se  arremolinaba alrededor. Pudo distinguir que Alfonso le decía algo que no entendía. Tampoco pudo articular palabra pero, en su lugar, un hilillo de sangre brotó de su boca.
***
Se giró al escuchar el grito.
—¡Adela!
Antes de que pudiera reaccionar, Alfonso se abalanzó sobre ella. La estrechó con fuerza contra el pecho mientras le clavaba el estilete por la espalda cerca del corazón.
Adela hizo amago de correr pero enseguida comprobó que no se podía mover. Quedó exánime en los brazos de Alfonso viendo cómo las paredes se difuminaban y los objetos de alrededor desaparecían. Pudo distinguir que Alfonso le decía algo que no entendía. Tampoco pudo articular palabra pero, en su lugar, un hilillo de sangre brotó de su boca.
***
Se giró al escuchar el grito.
—¡Adela!
Antes de que pudiera reaccionar, se fundieron en un improvisado abrazo como tantas veces lo habían hecho.
Adela estaba perdidamente enamorada y quería casarse hace tiempo. Pudo distinguir que Alfonso le decía algo que, en un primer momento de éxtasis amoroso, no llegó a comprender.
—Creo que debemos dejarlo. Esta relación no funciona —susurró Alfonso—, necesito sentirme libre y contigo estoy prisionero.
Adela quedó paralizada. Abrió la boca para decir algo pero no pudo articular palabra, en su lugar una lágrima resbaló por la mejilla.»
—Oye Alfonso, ¡ya está bien! Vaya basura estás escribiendo. ¿Por qué tengo que salir yo siempre la peor parada en tus historias? ¿Es que la palabra grito no te inspira otra cosa que tragedia? Te sugiero, no sé, algo de ternura, un viaje romántico, la heroína de una aventura, una ejecutiva triunfadora...
—Tranquila Adela, no te lo tomes como algo personal. Esto no es nada más que ficción y solo ficción. Definitivamente hoy no es mi día —se lamentó Alfonso—. No se puede empezar de peor manera el mes. Sin una idea genial jamás podré componer un relato decente y mandarlo a tiempo al concurso ese de marras.
—A ver, céntrate en las traducciones de los prospectos que te mandan del laboratorio que es lo que te sale bien y, de paso, nos da de comer.
—Perdona cari, no lo puedo evitar. Creo que siento la llamada del arte. Lo mío tiene que ser la literatura. Solo espero que, en cualquier momento, me llegue la inspiración.
—Déjate de cuentitos que ya tenemos bastante con el que le echas a la vida.
Alfonso seguía a lo suyo. Como cada noche, se preparó un té con limón y cogió el lápiz para bosquejar lo que luego desarrollaría en el ordenador. Le gustaba divagar sin propósito alguno.
—Tú, ¿qué opinas? ¿Crees que un día llegaré…? no sé… Cuando me pongo a escribir, me sale una visión turbadora de la realidad. Los mundos de lo tenebroso y depravado son lugares comunes en donde mejor me hallo, son mi medio. Prefiero destacar lo espectacular, es lo que vende, lo que el lector demanda. Necesito este estado de maldad para explotar mi vena de escritor —continuaba Alfonso en voz alta.
—Pues, hala, termina pronto. En la cama te espera tu otra realidad. Por cierto, con lencería nueva, por si eso te inspira —concluyó Adela.
Para Alfonso siempre era lo mismo. Un conflicto de intereses contradictorios en una lucha tan desigual como absurda. Estas situaciones de estrés le producían un caos mental del que era incapaz de librarse; un ansia desmedida que, indefectiblemente, se traducía en la necesidad de hacer el amor. Esa noche hubo más pasión que nunca. Con el ardor que tienen los enamorados. Como si hiciera tiempo que no se hubieran visto y desfogaran todo el entusiasmo contenido.
Al día siguiente salieron de casa temprano repitiendo la misma rutina de siempre. Adela llegaba en quince minutos al despacho que estaba montando. Alfonso le acompañaba hasta cerca de su librería habitual, «ese territorio indefinido a medio camino entre la realidad y la fantasía» decía, donde solía pasar buena parte de la mañana ojeando las novedades y releyendo una y otra vez a los clásicos.  «Para inspirarme y tomar ideas». Se despedían con un cálido beso y una última mirada cargada de ternura.
Se giró al escuchar el grito:
—¡Alfonso!
 Antes de que pudiera reaccionar, el autobús lo golpeó con fuerza arrollándolo unos metros entre las ruedas.
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AKELARRE

Garazi vivía en Baiona, al suroeste de Francia. Sabía que sus ancestros procedían del otro lado de los Pirineos. Algunos habían conseguido huir perseguidos por la Inquisición, acusados de practicar la brujería, la herejía y la superstición, motivos por los que mandaban a la hoguera a gentes como ellos.
Estaba fascinada con los relatos de la abuela materna. Hablaban de los dones especiales de las mujeres de su familia, del dominio de los elementos y del control de lo material y lo espiritual. Sabían interpretar los signos de la naturaleza y conocían las plantas para preparar los mejores ungüentos y remedios contra muchas dolencias. Cuando apenas sabía garabatear cuatro letras, Garazi ocupaba el tiempo en recrear cuentos fantásticos. Había adquirido una gracia y sensibilidad poética especial. Fantaseaba tanto que sus compañeras la llamaban cariñosamente la Poetisa.
Pero lo que imaginaba no le parecía bastante. Deseaba ir a Zugarramurdi. Era una obsesión. Quería encontrarse con el espíritu de Mari Trapu, antepasada quemada en la hoguera, según relato de su abuela, quien, a su vez, lo había oído de la suya y esta de la suya. Ese lugar mágico le transmitiría el conocimiento pleno ansiado desde hacía largo tiempo.

Recién cumplidos once años, en una excursión del colegio a las cuevas de Sare, el tumulto del autobús facilitó la oportunidad. Garazi enfiló decidida el camino a Zugarramurdi. Estaba cerca, al otro lado de la muga. Le costó encontrar las ruinas de lo que fue el caserío familiar. Bastante alejado de la población, era refugio de cabras y ovejas. Aun se mantenían en pie dos paredes, parte del tejado y la chimenea.
Inmediatamente se puso a la tarea. Registró palmo a palmo cuantas oquedades descubría entre las piedras. Cuando el sol cedía espacio a la luna, dio con aquello que tan afanosamente había buscado: Un saquito de arpillera que contenía un ramillete de hierbas secas. Añadió otras frescas y alguna raíz cogidas por los alrededores. Encendió fuego y en un cacharro viejo y oxidado encontrado por ahí, echó agua del manantial. Metió la mitad del contenido del saco y guardó el resto para otra ocasión, por si el bebedizo no surtía efecto a la primera. Fabricó una escoba con una vara de castaño y unas ramas de brezo. Se hizo una corona de muérdago y preparó el lugar para preservarse de comadrejas y alimañas varias que, seguro, estarían husmeando atraídas por humos y olores.
Era 27 de diciembre, solsticio de invierno. La luna llena -ilargi la llaman por estas tierras, cuyo significado es luz de los muertos- se dejaba ver en todo su esplendor sin que una nube osara mancillar su hermosura. Durante toda la noche realizó pequeños pero continuos sorbos de la pócima. Con los primeros albores, dio un último trago largo, avivó el fuego para ver por dónde se podía agarrar y subió a lo más alto del tejado. De allí a la chimenea. Montada en la escoba y a falta de un sortilegio mejor que invocar, echó mano de una canción de Mikel Laboa: « Baga, biga, higa; laga, boga, sega; zai, zoi, bele… xirristi-mirristi…». Volvió a repetir por tres veces el conjuro: «Baga, biga, higa…». Cuando le pareció el momento oportuno, dijo con voz potente la última palabra alargándola lo más posible: «ikimilikilikliiiiiik» y se lanzó decidida a sobrevolar el valle.
Del batacazo que se arreó contra el suelo, profirió tan horroroso alarido, que se oyó en toda la comarca reverberando en los montes circundantes. Cuentan cómo durante un mes los pájaros enmudecieron, las gallinas dejaron de poner huevos y las vacas dieron leche agria. Lo peor de todo sucedió durante los dos años siguientes pues todos los partos fueron varones. Todos salieron pelirrojos, la mayoría tartamudos, el que no, bizco y algunos lo uno y lo otro.
De Garazi no se supo más. Dicen que echó a correr dejando un rastro de hierba quemada hasta Iruña, capital del antiguo reino. Algunos afirman haberla visto merodear en las noches claras recogiendo hierbas. Hay quien sostiene que se refugió en lo más frondoso del bosque para acudir, cada veintisiete de diciembre, a Zugarramurdi a reunirse con gentes del valle. Allí, envueltos en el halo de misterio de la enorme cueva llamada en euskera Infernuko Erreka, que simboliza la entrada al útero de la Madre Tierra, pasan la noche en un prolongado akelarre bebiendo y danzando desenfrenados en torno a las hogueras junto con Akerbeltz, mitad hombre mitad macho cabrío negro… Pero de esto nadie puede dar fe, pues quienes fueron, jamás regresaron.

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JUVENTUD VS. MADUREZ

—Era más que un simple robot, Andresito —dijo mientras su sonrisa dejaba ver un generoso hueco en la dentadura.
—A ver, abuela, era una patata. Tenía los cables pelados y era un peligro para todos, especialmente para ti. Andaba muy despacio y se paraba cada dos por tres. Hace mucho tiempo que no servía para nada.
—Chico, no digas eso, me lo estás repitiendo constantemente y me pongo muy triste cuando lo oigo. Llevaba conmigo toda la vida. Ya lo tenía en casa de tus bisabuelos hace más de cincuenta años y, quieras que no, se le coge cariño. Para mi generación la posesión da seguridad. Vosotros los jóvenes no apreciáis las cosas. No distinguís entre valor y precio. Enseguida os cansáis de todo y lo cambiáis por la última novedad. Las cosas cuestan un dinero aunque no lo sepas. Cómo se nota que no sale de tu bolsillo.
—Hay que estar a la última, si no te quedas esclerotizada.
Semejante reproche cambió el semblante Mercedes. Fue como un latigazo que, con el primer chasquido, le volviera a la realidad. Sabía que tenía más pasado que futuro. Estaba en esa etapa en la que los ojos van perdiendo brillo, la voz firmeza y el cerebro no coordina con la fluidez de antaño. Se encontraba en un territorio indefinido a medio camino entre la realidad y el abismo de lo desconocido que, más pronto que tarde, se irán fusionando. De manera solapada un enemigo terrible se había instalado en su cerebro y poco a poco, con sutileza, irá tomando el mando de su voluntad sin solución de continuidad.
Mercedes hacía tiempo que se había quedado viuda. Casi a la par le llegó la edad de jubilación. Hace poco el médico le había recomendado que no era conveniente vivir sola y se había instalado en casa de la hija. Algo que a todos satisfacía porque su presencia aportaba un clima de sosiego. Colaboraba en los quehaceres de casa y, sobre todo, aportaba la paga de su jubilación a los gastos del hogar.
Su nieto rectificó como pudo:
—Perdona abuela, me refería a las cosas, no a ti. Tú estás como una rosa, aunque estarías mejor si te pusieras los piños. Así estás horrible. Espero que el cachivache esté reposando felizmente en el contenedor de trastos inútiles. Tienes la mente fija en el pasado, pero hay que abrir los ojos al presente.
—Eso te parecerá a ti, que no te enteras de lo que pasa a tu alrededor. Siempre con esos cascos puestos. Solo os interesa la imagen, ni siquiera la información y menos el conocimiento. Os parece que el mundo acaba justo delante de vuestras narices. Yo a tu edad hablaba francés, latín, leía los clásicos y he estado todo la vida trabajando para sacar la familia adelante. Tú no haces nada en casa pero exiges mucho. Otra cosa es tu hermana, estudiando y trabajando sin parar. Podías tomar ejemplo de ella.
Andrés la interrumpió bruscamente, como solía hacer siempre que su abuela le “daba la chapa”, como él decía.
—Bueno, dime qué has hecho con él.
—Pues, para que te enteres, Elenita lo puso por internet y antes de una hora vino un individuo y se quedó enamorado al instante. Dijo que era un “vintage” o algo parecido. Se llevó el “Moulinex” y yo con ese dinerillo me voy a ir una semanita a la playa con tu hermana.

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SIMÓN, EL ESTILITA

EL VECINO:
«No sé por qué le ha entrado a Simón, mi vecino, la idea de subirse a vivir a una columna horrorosa que hay en medio de la plaza del pueblo. El otro día dijo: «Quiero tomar distancia con el mundo, purificarme y morir en olor de santidad». No lo pensó dos veces. Tiró todas sus pertenencias y se subió.
Teníamos la esperanza de que para cuando llegara la noche habría desistido, pero ya lleva ahí doce días. Desconocemos hasta cuándo se alargará la situación. Cómodo no es, no cabe  duda, aunque parece que le ha cogido gusto porque no se le hace hora de bajar. Se pasa el día como ausente, aguantando impávido cuanto le dicen o arrojan, con un rictus a medio camino entre locura y felicidad.
Ya nos empieza a cansar la bromita. El olor a santidad, de momento, se ha convertido en un perfume insoportable». 
EL BARRENDERO:

«¡No te digo! ¡Que se ha subido un tipejo raro a la Columna de Trajano esa y no hay quien lo baje! Raro no, lo siguiente. Dice que es estilista. Jodé estilista, es un guarro. Me lo pone todo perdido y, claro, luego la gente se queja al Ayuntamiento de que no limpio. Yo les suelo decir a los chavales que a ver quién le pega la mejor pedrada a ver si se baja, pero enseguida se largan a otra cosa. Él recoge las piedras y se las tira al pesado del cura cuando va a gritarle para que se baje. Con lo amanerado que parecía este cura, saca todo un carácter de no se sabe dónde. Le he oído amenazarle con las peores torturas en el fuego eterno. 

 

Más vale que la zona está ventilada. Hay que estar atento por dónde sopla el viento para sentarse. Ahora viene menos gente y manchan menos. Eso que gano».

 

EL PÁRROCO:

 

«Se me ha subido un feligrés a una columna romana que hay al lado de la iglesia. Estoy hace tiempo diciéndole al Ayuntamiento que la quiten, que esa obra pagana no puede hacer sombra a la casa de Dios. No puedo consentirlo porque me espanta la clientela. No sé si es debido a las cosas que les dice o a que, justamente, los vientos empujan el pestilente olor a la misma puerta del templo y se mete, como soplado por Satanás, para no salir. Además, yo tengo la casa parroquial al lado. El presupuesto de incienso se ha disparado y he tenido que recortar de aquí y de allí. ¡Ya no tengo ni para hostias! Que Dios me perdone».

 

EL POLÍTICO:


«Estoy encantado. Un vecino se ha subido a vivir a la Columna de Trajano que decora mi plaza, digo, la del pueblo. Bueno, yo les dije que era una valiosísima adquisición, un pedazo de historia que había conseguido, pero, en realidad, me la fabricaron unos canteros, todo en B, y de paso me alicataron cocina y baño y me ampliaron una bajera que tengo en un terreno comunal.

Para que no se espatarre el gachó y se me acabe el chollo, he mandado poner una redecilla alrededor.

No se habla de otra cosa. Las beatas del pueblo dicen que es un santo varón. El contubernio ecolocomunista —que rabien— dice que es un guarro. Mientras tanto yo a lo mío. Ya me dijeron en un cursillo que hicimos en la capital: “Mientras los tengas entretenidos, seguirás en el puesto”, vamos, el pan y circo de toda la vida».

 

EL PROPIO PROTAGONISTA:

 

«Hace tanto tiempo que estoy subido a esta columna, que ni me acuerdo. He perdido la noción del tiempo. Observo el mundo de cerca pero sin estar en él, lo que me da una objetividad fuera de duda. Soy capaz desde aquí arriba de opinar sobre lo divino y lo humano tomando distancia con todos y sin que se me pueda acusar de interesado.

Crea adicción y le tomas gusto a esto de ser estilita. No se me hace tiempo de bajar. Pasas frio, te mojas, se ríen de ti, los chiquillos te tiran piedras, el cura me bendice (creo), pero la perspectiva y las vistas que me da la altura no se pagan con nada. Además algunos empiezan a llamarme santo varón. ¿Qué más desea uno que ser venerado? Si supieran que me subí porque el casero me echó por moroso…». Dijo mientras lanzaba una risotada histriónica.


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EN LA APACIBLE QUIETUD DEL CEMENTERIO

Susana esperaba a que le entregaran las cenizas de Alberto, fallecido de un infarto fulminante dos días antes. La ceremonia duró apenas unos minutos, con la presencia de una decena de allegados acompañando a la viuda. Era la ocasión que yo siempre había deseado. Allí estaba, indefensa, con una mezcla encontrada de resignación y pesar y, me pareció intuir, complacencia contenida. No lo dudé un instante. Pasé mi brazo protector por su cuello mientras la mano le ayudaba con sutileza a reposar la cabeza en mi hombro.
—No te preocupes por nada. Aquí estoy para lo que necesites. Ahora descansa y procura olvidar. Todos sabemos que Alberto siempre fue muy, digamos, difícil.
—Gracias, Lucas. Eres muy amable.
Desde el primer momento en que la conocí sentí una atracción más allá de lo que se debe sentir por una cuñada. Tanto, que era mi obsesión. La única vez que la había tocado fue con un beso el día de su boda.
Pronto nos quedamos a solas. Nuestras caras casi pegadas, y ella no hacía nada por separarse.
—Mi hermano no era digno de ti. Era un cabrón —dije envalentonado por el momento—, no os hacía ningún caso, ni a ti ni a los niños. Además, no sé por qué, evitaba relacionarse con nuestros padres o conmigo mismo.
Bajó la vista sin responder. Rodeó con el brazo mi cintura y paseamos en silencio. Fuimos alejándonos hasta terminar sentados en una discreta lápida al fondo del cementerio.
Poco a poco nuestras bocas se unieron en un largo, profundo y cálido beso. Antes de que pudiera reaccionar, Susana hurgaba dentro de mis pantalones. Con habilidad deslizó la mano hasta que encontró lo que buscaba. Se desató la locura y, en un intento de tomar mejor postura, di un manotazo a la urna con las cenizas aún calientes de Alberto que quedaron desparramadas entre dos tumbas. Y allí, sobre ellas, terminé en una explosión de placer que duró no más de dos minutos. Fue testigo, por nuestra izquierda, Ambrosio F.J. (1875-1942) quien, por unos instantes, ejerció de depositario de la urna y, por la derecha, la familia Ruiz-Torres en pleno. En aquel instante de éxtasis sentí en el ambiente como un susurro de regocijo, con seguridad más producto de mi excitación que por lo expresado por los circundantes, habida cuenta de la situación en la que se encontraban. Por fin había descubierto el sexo en todo su esplendor y los prodigios que una boca y unas manos habilidosas son capaces de hacer. Excedía con mucho todo lo experimentado en la soledad de mi cama. Intuí por qué mi hermano no se había divorciado.
Aquello se convirtió en una gozosa rutina. En el mismo lugar, día tras día, durante varias semanas, a las siete de la tarde, se cumplió idéntico ritual en una suerte de venganza contra Alberto. Las cenizas se fueron diluyendo en la tierra, pero no así la pasión que permaneció sin menoscabo. Lo tenía claro. Llegaba el invierno y quería casarme con Susana.
La ocasión se brindó sola.
—Lucas, tengo que decirte una cosa. Estoy embarazada.
Una extraña sensación de incredulidad se apoderó de mí por unos instantes. Mi efímera experiencia no daba para que yo pudiera ser el padre, de manera que me costó un rato reaccionar.
—No me importa. Supongo que Alberto, con este hijo, no habría cambiado su detestable comportamiento para con vosotros. Quiero compensar tanto desprecio. Susana —proseguí, tomándole las manos con decisión—, necesito hacerte una confesión. Siempre te he querido y quiero casarme contigo. Yo les daré el padre que se merecen y nunca han tenido. A fin de cuentas, son sangre de mi sangre.
—Eres muy amable, pero estás yendo muy deprisa. No conoces nada de mí.
—Desde vuestra boda no he dejado de pensar en ti y más después de todo esto —continué sin poder controlar el creciente nerviosismo que me invadía—.  Estoy loco por ti.
—Yo también siento algo por ti pero, te vuelvo a decir, dale tiempo al tiempo. Esta situación no me incomoda especialmente —dijo Susana como queriendo zanjar el tema con rapidez.
—Bueno, al menos deja que te ayude. Ahora que no está Alberto, deberás afrontar tú sola los gastos.
—No te preocupes, siempre me he apañado muy bien sin él. Me alegra ese interés en reconocerlos como tus hijos, pero ha llegado el momento de revelarte algo. De Alba, Tomás, los gemelos y de quien está por venir podrías llegar a ser su padre, pero jamás su tío.

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LA MUERTE DE EDELMIRA

Ocurrió el 9 de febrero de 1926, hace ya de eso treinta años. Lo recuerdo bien porque ese día llegó a Buenos Aires procedente de España el avión Plus Ultra. Acudí con mis dos nietas para hacerles partícipes de un acontecimiento único. Al poco tiempo, con la normalización de vuelos,  se perdería la novedad y la curiosidad. Al volver a casa recibí la llamada.
—¿Aló?
—¿Aureliano? Buenos días nos dé Dios. Aquí Hemeterio. ¿Te acuerdas de mí? Hemeterio con hache.
Por unos instantes permanecí mudo con el auricular a punto de caérseme. Le recordaba perfectamente. En todo ese tiempo transcurrido nunca me olvidé de él. Ni aun hoy en día.
—¡Hola Hemeterio! ¿Cómo te va?
— Acabo de salir de la cárcel. No sabía qué hacer. Pedí tu número y el Director me lo proporcionó.
—Tenemos que vernos y me cuentas de tu vida. Mira, pregunta por el Cementerio de la Recoleta. Te espero en una hora en la puerta.
Nos conocimos antes de que acabara el siglo pasado, en medio de La Pampa. Por aquel entonces se construía el ferrocarril que uniría Buenos Aires y el Alto Valle. Hacíamos milicias en el campamento que la Gendarmería Nacional había establecido para vigilar las obras. Enseguida me fijé en él. Llegó únicamente con la ropa que llevaba encima y con una sensación de desamparo reflejada en su mirada. Retraído, siempre ausente, con una sonrisa que le duró hasta que pasó todo. Nos caímos bien, tenía un algo que le hacía diferente. Luego supe que su tartamudez la compensaba con las cartas de amor que siempre escribía por las noches. Sin haber ido apenas a la escuela, escondía un auténtico poeta hecho a sí mismo. No tuve más remedio que protegerle de un entorno hostil con los débiles. Nos hicimos amigos, pero a esa amistad le faltaba complicidad. Nos venía bien para salir por la calle principal de General Acha y emborracharnos las más de las veces.
Hasta que conocimos a Edelmira. Una muchacha adorable de quien cualquiera se enamoraba fácilmente. Aquel verano Edelmira, Hemeterio con hache, como desde el primer día le llamamos, y yo, salíamos a pasear por las tardes por la orilla de Río Negro. Juntos cuando las guardias de uno u otro no lo impedían. Edelmira provenía de una estirpe de caciques que siempre habían dominado el pueblo. Queríamos evitar las miradas reprobatorias de una población pacata y mojigata que no se diferenciaba en nada al resto de la época. Desde el primer momento sentimos la desaprobación tanto de la familia como de los lugareños que no aceptaban esa relación. Tenían otros planes para ella. No había recibido educación para liarse con la soldadesca.
Pasamos días muy felices hasta que, una mañana, encontraron en un ribazo el cadáver de Edelmira estrangulada. No tardaron mucho en detener a Hemeterio. La tragedia conmovió de tal manera a las gentes de la localidad, que hubo que contenerlos cuando se presentaron a las puertas con sus herramientas de labranza dispuestos a lincharlo.

Se dieron mucha prisa en preparar el juicio. Aceptaron por concluyentes las pruebas: unos papeles, manuscritos por Hemeterio, hallados junto al cadáver lo delataban. En la vista la tartamudez jugó en su contra, así como un tribunal dispuesto a dictar sentencia rápida. En una sola sesión declararon varios testigos dando por cierto lo que imaginaron. Mi testimonio exculpatorio no sirvió de nada. Salió de allí directamente al penal con la sentencia dictada. Treinta años y un día sin remisión de pena.
Le recogí donde habíamos convenido. Nos abrazamos.
—Te juro por mi vida que yo no la maté —soltó entre lágrimas nada más vernos—. Yo la amaba. Todo este tiempo he querido decírtelo. Solo tú me has ayudado en la vida.
Nos sentamos en un café de la Avenida Pueyrredon. No hablamos mucho. Le pregunté por sus planes y  me dijo que no sabía. Se iría a su pueblo a ver si quedaba algo a lo que echar mano. Le di unos pesos y mi dirección por si  volvía a Buenos Aires y le acompañé a la estación para que tomara el tren. El mismo que habíamos vigilado treinta años antes.
Hoy tengo ochenta y dos años y siete bisnietos, pero el tiempo no ha borrado ni aquella conversación ni  todo lo ocurrido tiempo atrás. Si acaso algún detalle se ha difuminado. Recuerdos que aún conservo, como la carta de Edelmira. No pude soportar tanta poesía y tanto amor. En el encabezamiento debería haber estado mi nombre y no Hemeterio.  

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EL ENCARGO

Sospechábamos que la casa tendría cierta vigilancia. Dejamos la furgoneta lo bastante lejos como para que el ruido del motor no nos delatara. Esperamos a que anocheciera, nos pusimos las caretas y nos aproximamos sigilosamente. Entramos por la cocina para no ser vistos.
—¡Todo el mundo al suelo, joder, al suelo! —dijo mi hermano, el Prenda, tratando de disimular esa voz atiplada que era frecuente motivo de mofa. Mira que le decía que, en estas ocasiones, se quedara calladito, pero se metía tanto en el papel que no lo podía evitar. Se venía arriba en cuanto desenfundaba la beretta.
Allí solo había un chino diminuto de edad indefinida y quien parecía que estaba para ayudarle, que bien podía ser su esposa o su hija.
—¡Yo conocelte, capullo! —soltó el enano a el Charcos que permanecía en la entrada petrificado, como si hubiera visto un fantasma—. Yo vendelte caletas.
¡No te jode! El cocinero era el suministrador del material. Pero ¿cómo era posible? ¿No dicen que se pasan las veinticuatro horas del día en la tienda? ¿Qué coño hacía ahí con lo que me pareció un libro de recetas en la mano?
Estaba claro que el encargo más importante de nuestra vida se nos iba de las manos. Quien nos dio el soplo dijo que estaba chupado: «Entrar según plano, arramplar lo que podáis, primordialmente el pedrusco y salir pitando». Había que actuar rápido. Entre el Prenda por su desmedida corpulencia y yo, redujimos al enano con relativa facilidad. A la escurridiza china fue más difícil pillarla. El Charcos y Saltavadillos, su primo, quien nos solía ayudar cuando teníamos operaciones de cierta envergadura, como era el caso,  la persiguieron un buen rato alrededor de la isla de aquella enorme cocina, hasta que en una treta muy bien coordinada  y magistralmente ejecutada, le echaron el guante. Una vez reducidos, no fue difícil encerrarlos en la cámara frigorífica.
De lo que pasó después, aun hoy no encuentro una explicación convincente. Se fue la luz y comenzó a sonar la alarma. el Prenda vació el cargador en un pispás, sin saber dónde pegaba. El Charcos y Saltavadillos hicieron lo propio mientras echaban a correr hacia la furgoneta orientándose con la tenue luz de la luna y desaparecieron. A día de hoy, jamás les he vuelto a ver.  
Mi hermano y yo nos arrastramos como pudimos, primero entre los cristales y restos de porcelana desperdigados por el suelo y, durante buena parte de la noche, por las zarzas y el barro del campo. Al amanecer llegamos a casa destrozados después de caminar por donde pasara inadvertida nuestra presencia. Me tumbé en la cama sin molestarme tan solo en lavarme. Mi hermano no llegó siquiera al sofá y  se quedó repantigado en mitad del salón.
Me despertó el sonido del televisor puesto a todo volumen. No sabía qué hora era, ni qué día.
«… prosigue la investigación de los graves sucesos acaecidos en la mansión de la familia Escobar. La policía se muestra hermética sin revelar los resultados de la investigación. Fuentes cercanas al excéntrico propietario nos han asegurado que el objeto más valioso entre las piezas robadas se encuentra la “Esmeralda Tena” encontrada en 1999 en el Departamento colombiano de Boyacá, cuyo valor es difícil de calcular, labor que recae en los peritos de la Aseguradora quienes no se ponen…»

Con ese instinto de supervivencia del que estamos dotados los profesionales del crimen, apagué el aparato y empujé a mi hermano hacia la puerta. En menos de media hora a la carrera llegamos al local del chino para dilucidar alguna de mis dudas.
Allí estaba, al fondo del recinto, entre dos interminables estanterías, él o alguien muy parecido. Sonriente como quien espera una venta. Aunque siempre he pensado que esos ojos están así  de tanto mirar al sol sin protección. Parecía que no me había reconocido, pero me espetó:
—Acélcate mamalacho— dijo sin dejar de sonreír.
No lo dudé un instante. Me abalancé como una fiera. Antes de llegar, se me vinieron encima las estanterías de ambos lados del pasillo. Cuando desperté, una docena de polis me llevaban sin consideración alguna a mis  múltiples lesiones. En el hospital permanecí el tiempo justo para que me entablillaran las extremidades y me dieran los puntos de sutura correspondientes. De allá me trajeron directamente al talego.
Así que, señorita, esto es todo lo que sé. Estoy esperando pacientemente a que pasen los diez años que me quedan y salir para vengarme. Aunque lo primero que haré es investigar de qué va este embrollo. Necesito respuestas. Puedes decir en tu periódico, o a quién diablos te mande, que yo no sé dónde están las joyas porque no las robé, ni siquiera una pequeñita. De la cuadrilla mejor ni hablar. A mi hermano no le preguntes que es un bendito y no se sabe contener. Se acabó la entrevista.
Cuando la periodista se hubo ido, los hermanos acudieron, como todas las tardes,  a su rato de tele en el salón multiusos.
—Mira Prenda, para mí todos los chinos son iguales, pero juraría que este ricachón de la pantalla se parece un montón al que encerramos en el frigorífico.

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EL COFRE CON INCRUSTACIONES DE NÁCAR

El anciano encontró la llave en el chambergo, perdida en un pliegue del fondo del bolsillo. Sus dedos, más en un acto reflejo que en un deseo,  acertaron a cogerla. Con la misma aparente indiferencia con que la sacó, la dejó encima de la cómoda junto a un cofrecillo de caoba adornado con incrustaciones de nácar y la inscripción «para que no me olvides».
Una tarde, recién estrenado el otoño, se presentó en recepción con la única compañía de un cabás de piel repujada, bastante maltratados ambos por el trajín de una vida azarosa; depositó una libreta de ahorro en el mostrador y dijo: «hasta que llegue». Desde entonces jamás se le oyó una conversación ni una frase que contuviera más de tres palabras. Los monosílabos o un gesto conciso eran su forma de comunicación. Nunca hizo una llamada de teléfono ni recibió visitas. Las únicas salidas fuera de los muros del recinto eran al jardín, donde pasaba buena parte de la mañana  en un banco cercano a la fuente, al que el personal llamó «el banco de Demetrio». Sumido en su mundo interior, permanecía casi inmóvil, voluntariamente ausente de aquella falsaria realidad.
De la vida del anciano antes de entrar nadie tenía referencia. Era un enigma celosamente guardado, objeto de especulaciones entre el personal, hasta que, poco a poco, dejó de interesar. No se le conocían aficiones ni habilidades, defectos o virtudes. Hace tiempo que en sueños no evocaba viajes o proyectos que dieran luz en su pasado. Los medicamentos narcotizaron las pesadillas o, quizás, estos recuerdos, hartos de repetir cada noche igual rutina, quedaron acallados para que mente y cuerpo descansaran.
El tiempo, que no tiene alma ni sentimientos, es inexorable y cruel. El paisaje interior de Demetrio cada día era más desolador. Una mezcla de confusas imágenes y vanas ilusiones llenaban la memoria. Sus esperanzas se habían trocado en decepción o, simplemente, desaparecieron.
Tal vez no recordaba, pero llevaba la historia de su vida escrita en el cuerpo. Las pesadumbres soportadas fueron dejando una huella imposible de borrar. Los ojos ya no tenían la viveza que siempre muestra una persona con inquietudes. Quién sabe qué escondía cada una de sus arrugas. Qué de las afrentas que la vida había ido esculpiendo en el rostro como un reguero de lunares. Las venas parecían huir de unas manos que no lograba controlar. La cara consumida, sienes hundidas, pómulos salientes y labios amoratados, hace tiempo que estaban pidiendo a gritos a la flaca que se lo llevara al baile.
Aquel día no pasó por la habitación contigua para empujar la silla de ruedas de su vecino hasta el comedor. Se incorporó tarde a los rituales diarios en los que siempre participaba más por inercia que por convicción, manteniéndose distante tanto de sus compañeros como del personal. Pasó las sesiones matutinas de terapia limitándose a presenciar cuanto allí acontecía. Miraba, esbozaba una leve sonrisa que más parecía de compromiso o un ademán que no llegó nada. De la comida apenas tomó unas frutas y algún zumo. El resto de la tarde deambuló por los pasillos, solo como siempre, hasta que las luces de la noche le encontraron  en el banco junto a la fuente anunciándole el final del día.
Recluido en su habitación, se acercó decidido a la cómoda y tomó la llave. Con el tembleque que arrastraba hace varios lustros y el añadido por la emoción del momento, a duras penas consiguió abrir el cofre. La misma rutina que tantas veces había repetido, hizo que acertara a sacar una foto ajada y manoseada donde, muy difuminada, se adivinaba el contorno de una figura. Entre tanto una musiquilla de sonido metálico y cansino, salía del estuche desgranando una balada: «Para que no me olvides, ni siquiera un momento…». De sopetón los recuerdos que siempre albergó y reposaban aletargados, se mostraron nítidos. Todas las lágrimas que tenía guardadas salieron y volvieron a dar el brillo que otrora tuvieron sus ojos, llenaron los surcos de la cara y pareció por unos instantes como si la piel tomara la lozanía de antaño. En un instante de lucidez, sabedor del estrago que soportaba, fue consciente de que no era posible echar marcha atrás, y de que su cuerpo no podría soportar más espera.
A la mañana siguiente lo encontraron al pie de la cama, con el chambergo puesto y el cabás de cuero a su lado. En el puño, la foto de Amanda y en su rostro el reflejo del sosiego.
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EL RESCATE

El espejo le dijo, de sopetón, sin necesidad de articular palabra alguna, tal como lo hiciera en aquel cuento, todo lo que hace tiempo barruntaba pero que se resistía a admitir.
Pero vayamos al principio. Gilitrutt, que así se llama nuestro personaje, jamás había visto un espejo. Ni un espejo ni ningún otro extraño abalorio de los que hacen uso los mortales, de quienes, por otra parte, tenía vagas referencias.
Únicamente en su mente guardaba un recuerdo difuso de la figura de una grácil muchacha que, en un suspiro, acertó a ver acompañada de una cuadrilla de siete enanos formando una insólita mezcolanza. Su hermosura nada tenía que ver con nadie ni nada de cuanto él conocía. Su tez le pareció tan blanca como la nieve.
Tanto le gustó y tanto se obsesionó que, desde aquel fugaz encuentro, su rutinaria vida dio un vuelco total. Ya no le interesaba la caza o la pesca, ni hostigar a cualquier ser vivo con los que se topara. Su pensamiento estaba totalmente ocupado en aquel angelical ser. 
Un día, armado de valor, tomó la determinación de ir donde su amada para llevársela consigo, porque aquello que sentía no podía ser otra cosa que amor. Su objetivo estaba en aquel castillo en el confín del territorio, allá donde no alcanza la vista.
Gilitrutt conocía los secretos de la naturaleza y de la vida. Dominaba el fuego, el aire, el agua y la tierra. Tenía una mente despierta, porque la vida en plena naturaleza hostil no era fácil para él ni para nadie, y nunca se sabía dónde estaba el peligro o la oportunidad. Su complexión robusta y ágil a la vez, le dotaba para las tareas más arduas en un entorno fragoso. Era capaz de realizar lo que jamás un humano habría soñado, pero nada sabía sobre qué habría detrás de aquellos muros que, si no fuera por lo que su cuerpo y mente ansiaba, jamás hubiera osado siquiera acercarse.
Entrar al recinto resultó más fácil de lo esperado pues el enorme portón se encontraba abierto. Subió las escaleras con precaución y miedo, escudriñando a su alrededor. Su corazón brincaba alocado como nunca lo había hecho.
Lo que encontró al final ya lo conocemos. No era su Blancanieves  de ensueño, sino un descomunal espejo que cubría la pared frontal de izquierda a derecha y desde el suelo hasta el techo.
Allí vio reflejado un ser de un color indefinido, mezcla de verde oliva y gris, con algún toque disperso del color de la tierra, que no se sabe si pertenecía a su naturaleza o lo había ido tomando en diversas fases; con un apéndice nasal que acaparaba la primera mirada, dispuesto a succionar cuanto se le pusiera delante; sus orejas, enormes también, aleteaban constantemente dibujando distintas formas; la boca extrañamente pequeña y desproporcionada en comparación al resto, a duras penas intentaba dejarse ver debajo de su nariz, ladeándose ora a izquierda, ora a derecha y donde cinco descomunales piezas dentales, perfectamente asimétricas pero distintas en color, pugnaban entre ellas para escapar de tan diminuto espacio; los ojos no destacaban especialmente por tratarse de dos oquedades amorfas que hacían vanos esfuerzos por huir escurriéndose por ambos lados del rostro, dando un aspecto de languidez; poblaba la cabeza un pelo hirsuto distribuido irregularmente por aquí y por allá, convenientemente protegido por los barros y hierbas que se iban adhiriendo día a día, y por algunos restos de comida de los que, a buen seguro, desconocía su ubicación, ya que, de saberlo, no estarían allí.
Del resto de su anatomía no podemos dar detalle alguno por llevarla totalmente cubierta con lo que parecía una mezcla de pieles de animales que, más que reconocerlas por su aspecto y textura, se sabía porque eso que aún pendía eran restos óseos que no se había molestado en desprender.
Completaba el cuadro una nube de moscas revoloteando a su alrededor y otros dípteros no catalogados que habían encontrado cobijo en un entorno sumamente acogedor. Tal era la simbiosis entre ellos, que hubiera sido imposible imaginar siquiera una vida separada.

Gilitrutt, después del aturdimiento inicial, de algunos saltos espectaculares propios de felino y  varios amagos de ataque, a duras penas terminó por reconocerse como el titular de tan estrambótica figura. Fue consciente del estrago que la naturaleza había obrado en su cuerpo y admitió al instante que aquella relación soñada era imposible de mantener por incompatibilidad manifiesta.
Retrocediendo sobre sus pasos, optó por su hábitat natural y regresó al abrigo del bosque.  

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LA MUDANZA

—Hola, me llamo Cupido. ¿Estás solo?

 —Sí. Jamás he tenido otra compañía que estas piedras. ¿Quién eres? ¿Qué haces aquí?

—Soy hijo de Venus, diosa del amor y de Marte, dios de la guerra. Siendo mi madre venusiana y mi padre marciano, dudaba en determinar dónde establecería mi residencia. Inicialmente la lógica me llevó a hacerlo a medio camino de ambos. En la Tierra. Vivía bien, pero empezó a desarrollarse una especie  particularmente molesta que convirtió aquello en un lugar inhóspito. Se peleaban continuamente entre ellos, lo que me complicó la existencia, y mira que intenté establecer una convivencia armoniosa procurado sembrar amor. Tengo que reconocer que en mi breve estancia por esas hermosas tierras me tomaron cariño, aunque seguramente excesivo. Tanto es así que he sobrevivido a la antigua mitología y he pasado a ser parte significativa del imaginario colectivo. 

Y tú ¿quién eres? —preguntó Cupido.

 —Me llamo Selenio. Este paraje lunar es mi medio. No conozco otra morada. Vivo solo conmigo mismo. Amigo de mi soledad, pertenezco a estos mares de la tranquilidad convertidos en escenarios de la nada. Es mi hábitat natural. Por mi genética corrosiva es donde mejor me desenvuelvo.

 —Pues yo me dedicaba a estimular relaciones amorosas entre ellos —dijo Cupido como si conociera a su interlocutor de toda la vida—. Todo empezó por una chiquillada que se me fue de las manos. No es algo de lo que me sienta especialmente satisfecho. ¡Qué le vamos a hacer! Seguramente aflora mi vena materna. Únicamente les pongo en contacto. El resto lo hacen ellos. Muchos resultan bien, pero otros, cada vez más, terminan de mala manera, lo cual debe ser resultado de su naturaleza pendenciera, de la que, seguro, mi padre tiene su parte de culpa. En cualquier caso nadie me lo echa en cara cuando sale mal. Se lanzan reproches mutuos y me dejan tranquilo.

 —Estos humanos son insoportables —siguió Cupido—. Ya no puedo más.

Me tienen cansado de procurar que sean felices y se amen. No me hacen caso, así que he decidido mudarme. He optado por venir a este terreno más pequeño y tranquilo. Supongo que no te importará que me instale aquí.

 —No, no –contestó Selenio ilusionado— no me molesta, todo lo contrario. Hay sitio para los dos. Me vendrá bien tu compañía. Llevo unos millones de años en soledad y había empezado a notar un vacío. De ciento a viento me visita Eolo. Y dime: ¿qué ocurría cuando les insuflabas el amor?

 —Solía facilitarles —contestó Cupido— un periodo que ellos dieron en llamar “luna de miel”. El nuevo matrimonio bebía agua con miel tanto la noche de boda como en la primera lunación para, de ese modo, ser bendecido por los dioses. Era garantía de una vida placentera y armoniosa. Pero los humanos todo lo que tocan lo pervierten. Desvirtuaron el sentido originario y abandonaron estos usos. Así les va. Lo celebran con unas bacanales a las que, los más osados, acuden disfrazados de pingüinos, rematando la cabeza con un sombrero de copa. ¡Vaya ordinariez!  Ahora este acontecimiento lo complementan con un viaje de novios. Últimamente se están planteando realizarlo ¡a tu propia casa! y por ahí no podemos pasar. ¡Ya me dirás!

 — Estate tranquilo— dijo Selenio con aplomo— porque no tienen ni idea con qué se van a encontrar. Mi propia naturaleza es incompatible con su vida. Ese vano intento humano de colonizar mi Luna, es una huida hacia delante que lo único que demuestra es su palmaria inmadurez. Además sé que emplean el término lunático para describir a quien tildan de poseído por la locura, lo cual considero una afrenta a la que siempre he querido dar respuesta apropiada.

 La vida de Cupido y Selenio transcurrió  en lo que los griegos dieron en llamar ataraxia. Una monotonía difícil de apreciar para un inquieto humano. Entre tanto el reloj del planeta corría hacia un fracaso histórico; las relaciones en la Tierra se hacían cada vez más insoportables; la muerte y destrucción se apoderaron de todos los rincones; deterioraron el ecosistema y los alimentos eran un lujo tan necesario como escaso.

 Los ricos y poderosos crearon transbordadores y establecieron bases lunares suficientemente dotadas para vivir definitivamente, abandonando al resto de congéneres a una hecatombe segura.

 Cuando la migración estuvo completada, el plan urdido entre Cupido y Selenio se puso en práctica. Cupido volvería a la Tierra para realizar lo que sabía, esta vez con plena dedicación y entusiasmo. Entre tanto Selenio desarrolló todas sus potencialidades con los nuevos inquilinos.

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EL ASCENSOR

Agradezco que me den esta oportunidad para hacer un breve relato sobre la historia de mi extensa y conocida familia.

 La estirpe de mi familia se pierde en la noche de los tiempos. Para conocer nuestro origen hay que remontarse al mismísimo Arquímedes en el siglo III a.c. Estamos diseminados prácticamente por todo el mundo con buen arraigo allá donde vamos, aunque con distinta fortuna. La evolución que vamos teniendo de una generación a otra es espectacular, aunque cada uno hemos prosperado a distinto ritmo. A pesar de dedicarnos ancestralmente al mismo oficio – algo absolutamente insólito que no se da en ninguna otra saga familiar-, hemos sabido adaptarnos a las nuevas tecnologías. No nos ponemos  límites.

 El espíritu de servicio y la discreción ha sido una constante en nuestra actividad. Jamás discutimos las órdenes que recibimos y estamos siempre dispuestos al trabajo, de manera que ocio o vacaciones son palabras que no entran en nuestro diccionario.

 Por mi oficio estoy asistiendo diariamente a las confidencias más íntimas, a las declaraciones más solemnes y a las traiciones más infames. He sido testigo de asesinatos, violaciones, robos, timos y engaños, pero mi naturaleza no me permite denunciarlo. También yo mismo suelo ser, de vez en cuando, directamente culpable de descuidos en mi trabajo que provocan espectaculares accidentes con resultado de muertes o graves lesiones. Con más frecuencia provoco pequeños sustos que originan inconvenientes en los usuarios. Contrariamente a lo que podría parecer, estos hechos, lejos de suponerme un castigo, en la mayoría de ocasiones me premian con una mejora de mis prestaciones.

 Estoy convencido de que llegará un día en que un grave accidente será mi final. Es la opción que prefiero y que provocaré voluntariamente cuando barrunte que están preparando la alternativa del retiro, absolutamente inaceptable para mi dignidad, porque eso, indefectiblemente, acabará conmigo.

 A mí y a toda mi familia se nos conoce por diversos nombres, pero con un mismo significado: Ascensor, Elevador y Montacargas.

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EL LAPIZ MÁGICO

Se metió en política por su desmesurado afán trepador, su falta de escrúpulos y empujado por un grupo en la sombra que conocía su nula capacidad intelectual y su naturaleza maleable.
Hasta ese momento su vida había transcurrido en torno a treinta kilómetros a la redonda del pueblo que le vio nacer, entre chapucillas por aquí y por allá y pufos de menor cuantía, lo que le había reportado cierta fama de echao pa´lante y un patrimonio un tanto turbio.
El futuro que se abrió ante sus ojos era mucho más de lo que jamás podía haberse imaginado. Ser Alcalde de su pueblo le produciría el prestigio  y el reconocimiento popular que anhelaba y, sobre todo, un negocio sin límite.
Pronto empezó a idear –no se cree que fuera motu proprio sino a sugerencia de sus mentores- la recalificación de unos terrenillos comunales a los que –decía- no se les sacaba el aprovechamiento que de ellos se podía esperar. Le seguiría la  construcción de un polideportivo, un campo de golf, un complejo hotelero y un polígono industrial. Todo desarrollado y ejecutado por las sociedades que crearía y que harían de su pueblo y de él, naturalmente,  la envidia de la provincia, si no de la nación entera.
Se rodeó de algún que otro arribista dispuestos todos a formar piña para el trinque y de los palmeros que, no se sabe por qué extraño mecanismo cerebral, siempre se arriman a quienes destacan por cualquier motivo, sea el que sea, y de quienes jamás recibirán nada.

Comenzaron una campaña cutre con unos panfletos aun más cutres y se dedicaron a hablar con la gente de los bares y a cuantos se encontraban por la calle:
—¡Eh¡ A ver si nos votáis que somos del pueblo, ya nos conocéis, m.c.d.
—¡Vamos a traer trabajo para todos!
—¡Vamos a colocar a este pueblo en el mapa!
Llegaba el día que pondría fin a la campaña. Se organizó un gran mitin en el cine del pueblo. Actuaría la rondalla de la parroquia y el grupo de voces El Serranillo. También habían previsto que acudiría algún personaje importante de la capital de ese partido  que tan buenas ideas les había transmitido.
Todo eran parabienes ante el rotundo éxito que se vaticinaba. Se imaginaba saliendo del local a hombros cual torero que triunfa en el ruedo y lo llevaban en volandas hasta el mismísimo sillón del Salón de Plenos del Consistorio.
El día anterior al gran día, alguno de sus mentores le advirtió de la necesidad que tenía de dar el discurso de cierre de campaña.
Jamás se había encontrado ante una tesitura de semejante envergadura. Preparar un discurso excedía con mucho sus capacidades. Un compadre le sugirió la idea de que alguien le redactara el discurso:
—Alguno de esos tipos raros que lean. En el pueblo hay varios.
Así que, esperanzado, se dirigió a casa de quien fuera su maestro, hombre curtido en años, en experiencia y en sabiduría.
Ante semejante proposición venida de quien representaba la antítesis de sus valores, el maestro recordó aquel cuento de Christian Andersen que, año tras año, había contado en clase sobre el traje del emperador. Abrió su escritorio, sacó un lápiz y lo pasó por un folio como quien escribe. Metió el papel en un sobre y le dijo:
—Este es el lápiz mágico con el que preparaba todas mis clases. Ahora no se puede leer nada, pero en el momento en que lo pongas en el atril, leerás las mejores palabras que jamás hayan salido de tu boca.
Sonaba la música, el chispas, empleado del candidato, había instalado en el gallinero del cine un foco cegador. Había venido la televisión comarcal a cubrir el evento y el cine estaba razonablemente lleno. Todo había contribuido al éxito de la convocatoria. Promesas, alguna amenaza velada y hasta la insinuación del cura en el sermón del domingo.

Cuando le tocó el turno al candidato, subió de un salto al escenario con la sonrisa del triunfador. Sacó de su bolsillo el sobre que contenía ese discurso que le catapultaría hasta donde jamás había soñado. Pero por más vueltas que le dio allí no había nada escrito.
Un sudor frío recorrió todo su cuerpo y en ese aterrador instante, ante un público atónito y enmudecido, recordó aquel cuento que tantas veces les contaba su maestro y se dio cuenta de su miseria.
Mientras, en el fondo de la sala alguien dibujaba una leve sonrisa de complacencia.

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BERNDICION URBI ET ORBE

Aquel  jueves, dos de abril, anterior a la Semana Santa del año 2020, levantó gris y desapacible. Un viento impetuoso y cambiante había traído toda la lluvia que se había negado en tres meses y una tormenta de arena venida directamente de África, en una conjura que hacía de ese día el más aciago imaginable. La Plaza de San Pedro de Roma estaba abarrotada de gente variopinta. Habían acudido a la llamada del gran acto penitencial y de acción de gracias, mezcla de “Miserere” y de “Te Deum”, en una ruptura sin precedentes del rito litúrgico, con un único objetivo.
El ceremonial estaba dispuesto minuciosamente como era costumbre secular. Hacía quince años del fallecimiento de Karol Wojtyla, por lo que, de manera excepcional, impartirían la bendición “urbi et orbe” estando de cuerpo presente el extinto, dando oportunidad a la veneración a cuantos devotos quisieran acercarse.    
El silencio era sepulcral, solo roto por alguien que se hacía llamar “el Cartero de Dios”. Personaje que parecía sacado del más lúgubre museo del horror; barba hasta la cintura y túnica bermellón que hacía daño a la vista. Lanzaba arengas en forma de mantra cual loro parlanchín, a una concurrencia totalmente entregada, que alternaba con mensajes apocalípticos, cada uno más terrible y destructivo que el anterior, tantas veces repetidos como otras tantas fallidos.

Para sufragar gastos, instalaron un tenderete al lado del obelisco egipcio, donde recogían las ofrendas, preferentemente dinero y joyas, que los congregados entregaban a modo de purificación. «Despréndete de tus bienes terrenales» «Ante el inminente Apocalipsis, preséntate limpio de inmundicias» «Tu donación es oración». Decían los letreros en varios idiomas.
«Hare krishna, hare, hare…» cantaba un grupo vestido con túnicas naranjas y cabezas rapadas que hicieron amago de acceder por una calle adyacente. Caminaban con ritmo acompasado al son de una especie de timbal. A los presentes no les gustó la intrusión y los recibieron con improperios, por lo que aquellos, con la misma parsimonia, la misma sonrisa y la misma tonadilla, volvieron por donde habían venido: «Hare krishna, hare, hare…»
Corrió el rumor de que un grupo de islamistas radicales habían jurado un baño de sangre. Alguien lo entendió como un sacrificio a la más pura usanza bíblica, pero la mayoría, que había captado la auténtica dimensión de la amenaza, lejos de arredrarse, se hincó de rodillas e imploró la intervención divina.
Entre tanto, una pléyade de oficiantes venidos de todo el mundo, absortos en su sagrada misión, repartían hostias a diestro y siniestro entre quienes devotamente lo solicitaban.
Cuando el clímax propicio estaba conseguido, depositaron en lo alto de la escalinata el féretro donde, al parecer, reposaban los restos del extinto, para corroborar cómo  se había obrado el milagro de la conservación de su cuerpo incorrupto.
Qué se puede decir de la expectación que allí había. Unos cantaban, otros lloraban o se abrazaban, otros se postraban de hinojos y los más empujaban para conseguir posición más cercana.
Entre los cánticos de un grupo de música góspel traídos directamente del Bronx de NY para el evento, el camarlengo, escoltado por cuatro efebos, procedió a la retirada  de la tapa del sarcófago.
Y allí emergió impoluto, de un blanco resplandeciente, con una sonrisa beatífica, o demoníaca según quien la interprete, alzando los brazos en forma de uve, no quien se esperaba, sino el mismísimo Ratzinger, más conocido como Benedicto XVI. El coro de negros se quedó paralizado y mudo. Un murmullo que se convirtió en clamor recorrió la plaza como una ola desde lo más cercano a lo lejano.
Aquello no gustó a los polacos devotos del difunto ni a alemanes, seguidores del emérito, quienes, espoleados por ancestrales rencillas -la última inició, nada menos, la II Guerra Mundial-, comenzaron primero a increparse, para terminar en una batalla abierta. Ni el grupo, también numeroso, de argentinos incondicionales del actual titular del estado teocrático, ni la pléyade de oficiantes, ni el iluminado de la túnica bermellón, ni la megafonía, fueron capaces de apaciguar.
Algunos se abalanzaron sobre el tenderete para recuperar sus pertenencias o hacerse con las de otros. Tal era el caos, que pronto todos se vieron involucrados en la refriega, bien para atacar, para defenderse o para salir huyendo como pudieran.
En ese momento los yihadistas, convenientemente mezclados entre la muchedumbre, iniciaron la explosión sincronizada de los artefactos que llevaban adosados. Se oyó primero una explosión y luego otra, otra, y otra. Comenzaron a saltar por los aires primero cientos, luego miles de cuerpos destrozados. El propio Vaticano y los edificios aledaños se vinieron abajo estrepitosamente.
Y como se profetizó, no quedó piedra sobre piedra.

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UN SER INDOLENTE

Hay seres en esta vida que me dan pena, o lástima que viene a ser lo mismo. Como el que me encuentro todos los días por la tarde en el bar que hay en la esquina de mi casa y al que acudo asiduamente después del trabajo. Las buenas costumbres no se deben perder. No digo lo del trabajo, sino lo del bar. Si empiezas dejándote por ahí, luego te vas dejando más y más y terminas hecho un adefesio. Así que mi carajillo y mi sol y sombra que no falten.
Este individuo no habla con nadie, ni come, ni bebe, ni fuma. No hace nada. Está ahí discretamente inmóvil al lado de la puerta y cuando alguien entra o sale hace un ligero movimiento de cabeza y mira con indiferencia, como pasando de todo porque no le interesa nada de lo que allí dentro ocurra. A veces su mirada tiene un matiz de desprecio, como diciendo: «a ver si sale de una vez esta petarda». Simplemente espera resignado a que mi vecina del quinto —esa odiosa mujer— termine de vaciar su monedero en la máquina tragaperras. Le acompaña al centro de terapia de adicción al juego al que acude más por matar el tiempo que por el efecto beneficioso que pudiera producirle, a la vista está. No sé de qué casta está hecho este ser para aguantarle con ese aparente conformismo. No llego a saber si lo suyo es desidia, dejadez, desprecio o una mezcla de todas ellas.
Yo suelo salir con mi sol y sombra a fumar un pitillo y le doy conversación por hacerle más llevadera la espera. Tengo que confesar que también a mí me viene bien ya que, quitando al camarero y al encargado del tajo, suelo interactuar con pocas personas. O sea, que me relaciono poco. Le cuento lo repetitivo y aburrido de la mierda de curro que me dieron. Ojo, que yo no tenía ninguna gana de cogerlo, pero me obligaron no porque hubiera hecho méritos para ello o por misericordia, que va. Fue para recortarme la exigua paga de invalidez ganada con el esfuerzo de quien se hace el idiota día a día, aunque algunos doctores aseguran que mi patología es congénita. Allá ellos. A lo que voy, le cuento todo esto al susodicho, pero él jamás me responde. Se limita a mirarme y adivino la tristeza y resignación en su mirada lánguida. Siempre la misma. Qué tediosas serán las veladas del uno y la otra en la intimidad de la cochambre que, me consta, tienen por hogar. Lo sé porque un día había un olor insoportable por la escalera. Como a perro muerto, joder. Total que vinieron los de Sanidad y tenía toneladas de basura acumulada. Se lo limpiaron, pero no le veo yo que haga cogido ganas al orden. Es más, no le veo sacar la basura nunca, lo que indica que o se la come o la acumula. Eso sí, olor como el de aquella época ya no hay, pero me temo que todo llegará.
Quisiera darle un abrazo solidario, a la vecina no ¡por Dios!, pero aunque tengo el convencimiento de que lo recibiría con gusto, me puede el temor de que me vea la vecina del quinto, arpía donde las haya, a quien tengo verdadero pavor por lo vulgar e imprevisible de su comportamiento, no solo conmigo sino con todo el vecindario en cinco casas a la redonda, incluyendo establecimientos comerciales.
Cuando me voy del bar para acudir a mi centro  de desintoxicación, acostumbro a darle una leve palmadita de ánimo en la espalda y él se despide agradecido con un entrecortado y sentido guau.

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EL DOBLE

Dicen que todos tenemos un doble en alguna parte. Para Juan esta expresión más que un dicho  constituía una certeza. Lo sabía y lo sufría. Sabía que aquel no era un parecido razonable. Había llegado a un grado de ofuscamiento tal, que estaba obsesionado con que podría tratarse de un ente venido posiblemente de un universo paralelo. Juan vivía con él muy a su pesar ya que era un individuo cohibido y asustadizo por naturaleza. Aunque es probable que la naturaleza no engendre este tipo de personas, quizás simplemente las predispone.
No sabía en qué momento empezó todo. Tal vez fue una herencia recibida o un virus que, cuando penetra, se extiende de manera progresiva. Lo cierto es que lo llevaba tan interiorizado, que ya formaba parte de su propia esencia.
Sentía un espanto cerval hacia un algo que no conocía, pero estaba convencido de su maldad ya  que, allá por donde fuera, siempre le seguía con pertinaz obsesión, sin despegarse un instante de él, adoptando diversas formas y tamaños, pero siempre ocultando detalles de su fisonomía que pudieran personalizarle o por los que se pudiera atisbar una mínima traza de humanidad.
Así que todos los días, en un vano y desesperado intento, corría y corría cada vez más deprisa huyendo de todo, de todos y de sí mismo en un combate tan desigual como absurdo. Esta huida hacia adelante sin sentido, lo estaba acercando inexorablemente hacia su propio abismo. Por mucho que corriera, jamás lograba su objetivo de separarse de esa entelequia. Hasta que al atardecer, Juan caía exhausto. Solo en el sueño podía apartarse de este espantajo sin rostro y sin alma o, al menos, tan negra como lo que parecía mostrar. Por mucho que le increpara, nunca le decía cuáles eran sus aviesas intenciones. Porque intuía que alguien de esa calaña esquiva solo podía tener un instinto dañino.
Al día siguiente, ya nacido el día, despertaba y veía con pavor que su pesadilla no se había despegado de su lado. Y nuevamente emprendía una alocada carrera a ninguna parte con el vano propósito de dejarla atrás y encontrar ese lugar recóndito donde vivir en paz, lo que se había convertido en una obsesión que con tenaz persistencia invadía su mente, nublaba su razón y anulaba su voluntad.
La historia de su existencia se había construido en una interminable sucesión de despropósitos que parecían no tener fin. Las circunstancias que rodean cada vida condicionan, pero hay ocasiones en las que no son determinantes. Momentos en los que la naturaleza, despertando ese instinto de supervivencia que permanece aletargado, se revela contra su destino. El tiempo y la costumbre hicieron que, poco a poco, Juan se fuera familiarizando con aquella presencia. Un día se dio cuenta de que, quizás, él podía actuar con astucia y que valía la pena intentarlo. Porque, ¿quién era este ser sin rostro, sin formas definidas, sin voz y sin voluntad que tanto le estremecía pero que se limitaba a seguirle allá por donde fuera? Este momento de lucidez le abrió la posibilidad de tomar las riendas de su destino, no huyendo como siempre lo había hecho, sino enfrentándose en un cara a cara. Comenzó por ir marcando los tiempos: ahora ando, ahora me paro. Y el espectro le obedecía cual sumiso servidor. Luego fue ordenando su colocación, ahora delante, ahora detrás, a la izquierda y a la derecha. Incluso se atrevía a increparle sin recibir el menor signo de reproche.
Tanto se familiarizó con este juego que, paulatinamente, dejó de espantarle. La obsesión se convirtió en curiosidad, superando su laberinto interior de dudas y debilidades. Pronto se olvidó de buscar ese lugar desconocido y, a buen seguro, inexistente que le liberara cuerpo y mente. Y otro día dejó de correr. Esa noche no estaba cansado.
A la luz de las estrellas quiso jugar con su sombra, pero ésta había desaparecido.
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ASESINATO EN JUEVES
La alarma cundió entre el vecindario del barrio y se propagó por todo el pueblo con la misma velocidad y fuerza que un tsunami. En el primero izquierda de una casa solariega de la calle Mayor que une Iglesia y Ayuntamiento, justo en la esquina con la plaza donde todos los jueves sigue habiendo mercado desde tiempos inmemoriales, su propietaria había sido horriblemente asesinada.
Era un pueblo de provincias pequeño, con solera por la riqueza que antaño trajeron los indianos pero venido a menos, donde rara vez sucedía algo, por lo que no era de extrañar que un acontecimiento de esta naturaleza sobresaltara a todo el mundo y por unos días se olvidaran de los cotilleos habituales para sacar o inventar lo más mórbido del truculento percance.
De los pormenores del suceso se pudieron recoger algunos testimonios:
Vecina del 1º dcha.: Volvía de la compra y vi la puerta de María Eugenia abierta. Primero pensé que se le había olvidado algo y saldría, pero como tardaba la llamé. Al no contestarme entré con toda confianza pues tenemos una amistad de toda la vida. Yo, sabe usté, ayudé a su madre a traerla al mundo en esta misma casa y allí le vi a la pobre -que Dios tenga en la gloria- en el suelo de la cocina. Fue algo horrible. No me la puedo quitar de la cabeza, con ese gesto espantoso en la boca y los ojos que parecían que iban a saltar. Con lo buena que era con todo el mundo, siempre dispuesta a ayudar. No se qué desalmado le puede hacer algo así. Hay unos  caciques en el pueblo, que son unos babosos, a los que no les gustaba lo que hacía y siempre le decían algún improperio a su paso por el casino. Pero vaya usté a saber.
Vecino del tercero: Yo no se nada. Yo vivo solo. Alguna vez le había tirado los tejos, que aunque fuera ya mayorcita, estaba de buen ver, ya me entiendes… pero la muy… no se dejaba. Además abría la puerta a cualquiera. Se lo tiene merecido…Yo sólo vi cuando sacaban el fiambre, pero a mí no me preguntes.
Frutera de la esquina: Bueno, yo llevo poco tiempo en el pueblo. La conozco de que pasaba por aquí, pero ni miraba el escaparate. Cuando me vendieron el local me dijeron que tenía mucha clientela, pero la verdad es que dan asco en este pueblucho y se esperan a comprar los jueves de mercado, pero en los puestos que ponen en la plaza y eso que tengo un género de primera, vea, vea. De todas formas la gente murmura y se dice que tenía un amante y ella lo había querido dejar, y lo uno lleva a lo otro…pero yo no digo nada.
Policía: El hecho de que la puerta no había sido forzada induce a pensar que asesino y víctima se conocían y que ésta le franqueara el acceso. Posiblemente lo más verosímil sea un ajuste de cuentas por trapicheo de sustancias estupefacientes ya que según testimonios que no podemos desvelar, la vivienda era frecuentada por elementos extraños. Por el momento no conocemos el móvil por lo que no podemos adelantar ninguna hipótesis.
Forense: El cuerpo de la víctima se encontraba tendido en la estancia decúbito supino con evidentes muestras de haber mostrado resistencia. No apreciamos otros signos externos de violencia ni de agresión sexual. El óbito se produjo por estrangulamiento, teniendo lugar aproximadamente a las catorce horas. No podemos facilitar detalles porque el caso se encuentra bajo secreto de sumario.
Periodista de la TV local: Del trágico suceso acaecido ayer del que todos tienen puntual conocimiento por el despliegue de medios de los redactores de esta su televisión, podemos decir que la policía prosigue sus investigaciones para dar con el paradero del asesino. La conmoción en toda la villa es total ya que la victima era muy conocida y apreciada por todos. De ella y de su labor a favor de los más necesitados que llevaba a cabo en su propio domicilio, emitiremos un extenso reportaje en la emisión de la noche. Algunas fuentes han comentado a esta redacción que del domicilio de la difunta faltan valiosos elementos decorativos, especialmente de orfebrería, que su abuelo adquirió con la fortuna que hizo en su estancia en las américas, por lo que el robo apunta como principal causa del crimen.
Grupo feminista local, incipiente movimiento que, con más voluntad que acierto, trata de desentumecer a un pueblo anquilosado en su pasado de gloria y esclerotizado ante el mínimo avance que pretenda introducir la juventud, convoca una concentración de protesta para este domingo a las doce del mediodía frente a la vivienda de la víctima en repulsa de lo que considera un inequívoco episodio más de violencia de género.
El párroco: Oremos hermanos por el alma de nuestra querida vecina… ejem… María Eugenia, que Dios ha tenido a bien  llevársela de este mundo de forma tan trágica para reunirse con cuantos le precedieron. Nos unimos al dolor de la familia y elevamos nuestras súplicas al cielo para que el bien que ha hecho en esta vida le sea recompensado en la otra y con nuestras oraciones y la intervención de María nuestra madre, alcance el descanso eterno. Por expreso deseo de la familia, el sepelio se celebrará en la intimidad. La recaudación de esta semana se empleará en la reparación de la casa sacerdotal y para la mejora del culto.
El hijo del mielero: Querido diario. Escribir todos los días el diario es muy aburrido, pero me dice el médico que lo haga. Hoy tocaba mercado en Jueves. Mi padre les pone ese nombre a los pueblos que vamos para que me acuerde. Es un pueblo muy aburrido y feo. Yo me voy siempre a dar una vuelta por el río y por los campos porque es muy aburrido estar toda la mañana en el puesto. A mi padre le da igual y dice que a ver si así conozco alguna moza. A mi no me gusta ninguna porque son todas muy aburridas. Hoy cuando volvía para recoger el género, me ha vuelto a dar esa cosa en la cabeza y me parecía que mi cabeza iba a reventar. Estaba en una casa cerca de la plaza y una voz  me ha empezado a gritar y me dolían los oídos aunque me los tapaba y me temblaba todo el cuerpo y no me podía parar. Nos hemos caído al suelo y ella se ha quedado allí y se me ha pasado el dolor. Cuando he vuelto con mi padre ya había recogido todo en la furgoneta y nos hemos ido a casa. Mañana iremos a Viernes. Ese pueblo no es tan aburrido.
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LOCO DE AMOR

Como todos los días te esperaba sentado en la barra del bar, con una cerveza en la mano y mi pensamiento en ti. Como todos los días llegabas a las ocho en punto. Yo lo sabía, pero me gustaba esperarte un rato imaginando una conversación.
Aquel día llegaste más radiante que de costumbre, con una sonrisa en los labios y tu andar cimbreante, como todos los días. Y como todos los días te sentaste muy cerca de mí.
No podía apartar la mirada de la espuma del vaso de cerveza que estrujaba con indisimulado nerviosismo entre unas manos sudorosas que, tanto apretaban, impedían que el sudor hiciera resbalar el vaso sobre el mostrador. Mi pensamiento trataba de hilvanar lo que día tras día quería decirte y lo que día tras día guardaba para mí.
Un simple -me gustas- hubiera sido bastante o, por qué no, –te quiero, o incluso –quieres casarte conmigo- podrían haber bastado para expresar lo que sentía por ti. Pero como día tras día apenas podía balbucir un tímido saludo.

Y lo que tantas noches en vela, tantos pesares y tantos desasosiegos me estaba costando decirte, así, de sopetón, lo sueltas tú. Oí que decías claramente –te quiero-, y, esta vez sí, el vaso se me fue de las manos volando en una parábola imposible por encima de mi hombro.
Mi reacción al volverme sobre mi taburete fue instantánea y más propia de un felino que de una persona entrada en kilos como yo. Y allí te vi, abrazada a aquel desgraciado al que le caía por el rostro los restos de la espuma de mi cerveza.
SEGUNDA PARTE
Conforme la espuma empezó a clarear su rostro e hizo reconocibles sus rasgos, en ese momento, digo, desee que me tragara la tierra, o que cayera un rayo sobre mí, o sobre el otro, o sobre los dos. Circunstancia difícil de ocurrir por encontrarnos en un local cerrado.
Aquel desgraciado abrazado a la que yo creía que se gustaba de mí pero que se gustaba de él, aquel desgraciado era ni más ni menos que mi jefe. Podía haber sido cualquier otro desgraciado de los que por el mundo abundan, lo hubiera preferido, pero no, sin duda era él. El que todas las mañanas me repetía lo buena que estaba su novia y que yo le respondía que pa buena la mía.
El pánico recorrió mi cuerpo. En un intento por arreglar la situación, me levanté de un salto de mi taburete para limpiar de cerveza ese rostro y ese abrigo de cuero del que tanto chuleaba mi jefe, pero con tan mala fortuna que al dirigirme a él precipitadamente, pisé el vaso de cerveza que todavía rodaba por el suelo perdiendo el equilibrio y, sin saberlo cómo, en otra increíble voltereta impropia de mis kilos y en un intento de evitar la caída, me agarré a algo o a alguien y, de pronto, me encontré en el suelo encima de la que yo creía que estaba por mí pero que estaba por él.
Mi mente trabaja muy deprisa, yo siempre lo he dicho, aunque es posible que, a veces, no elija la mejor opción. En esta posición me pareció el momento idóneo que siempre había esperado. Otra oportunidad igual no iba a tener y no se me podía escapar, además literalmente, debido a los cien kilos largos que todas las mañanas soporta mi báscula. Comencé a besar frenéticamente el cuerpo del deseo. Primero en la frente y, ya puestos, seguí por la cara, el cuello y la boca. Ella clavaba sus uñas en mi cara, lo que interpreté como un signo de aceptación. Luego en un arrebato de locura comencé a sobarle los pechos.
Entre tanto entre mi jefe, el camarero y unos cuantos parroquianos que se encontraban en el local presenciando la insólita escena, trataban inútilmente de separarme, primero agarrando y empujando, pero luego el desgraciado comenzó a pegarme puñetazos y patadas sin ninguna consideración hacia un subordinado que diariamente le hacía la pelota.
Momentos antes de perder el conocimiento como consecuencia del patadón que me arreó en la cabeza el desgraciado con esas camperas de cuero negro que tanto apreciaba, me pareció como volar, y no precisamente de placer, y que todos gritaban y gesticulaban mucho, aunque yo para entonces ya no entendía nada.
TERCERA PARTE
En cuanto abrí lo ojos fui consciente de mi situación. Aquel patadón que me había arreado en la cabeza mi jefe había acabado con mi vida. Estaba muerto y me encontraba en el cielo o, tal vez, en un lugar intermedio a la espera de ubicarme ya que nadie se había dirigido a mí para enseñarme el protocolo o, al menos, orientarme sobre cual debía ser mi proceder ante una situación evidentemente nueva y que con treinta y seis años no había previsto aun que sucediera. Era raro que me doliera todo el cuerpo y que mi visión no fuera clara, pero podía percibir claramente que aquel lugar no era ni mi bar, ni mi casa ni mi curro, únicos lugares que formaban parte de mi existencia.
Debía ser la antesala del cielo, lugar que merecidamente me correspondía por haber sufrido tal agresión de un superior y por quedarme sin novia. Mi vida anterior no cuenta a estos efectos pues dicen que agua pasada no mueve molino, que lo que cuenta es la situación en el instante del óbito.  
Me encontraba en una habitación toda blanca, tumbado en una cama blanca y con muchos aparatos blancos. Las piernas  colgaban de una barra alta sujeta a la cama y totalmente inmovilizadas con vendajes blancos al igual que mi brazo derecho. De mi nariz salía o entraba -según se mire o se conozca su función- un tubito parecido al que se perdía en el interior de mi brazo izquierdo, el cual no podía mover por encontrarse atado a la cama. Lo extraño de esta situación me hizo albergar alguna duda del lugar en el que realmente me encontraba. Así que, en un ímprobo esfuerzo ayudado fundamentalmente por un golpe de barriga, intenté incorporarme para la oportuna inspección ocular del lugar, con tan mala fortuna que di con mis más de cien kilos en el suelo, arrastrando tras de mi todo el aparataje al que estaba adherido. Éstos fueron cayendo uno a uno sobre mi espalda con un estruendo que aun retumba en mi cabeza y que debió fracturar un par de costillas para completar la manita junto con las tres que ya llevaba consecuencia de la eficacia de los patadones de mi jefe con sus botas camperas que tanto apreciaba. Esto y mis gritos de dolor provocaron la alerta e hizo que entraran unos energúmenos que, sin miramiento alguno, me devolvieron a la cama en la misma posición en la que me recogieron del suelo. Rápidamente me transportaron por lugares que no alcanzaba a ver dado que mi cabeza se hundía en la almohada. En un momento dado se pararon y me dieron la vuelta con gran dolor de todo mi cuerpo.
Lo que vi no me paralizó porque ya lo estaba previamente, pero el estupor se apoderó de mí. Fue como un latigazo que recorriera mi cuerpo de la cabeza a los pies y vuelta. Sobre mi cara había unas grandes luces redondas y cegadoras y alrededor más aparatos y mucha gente vestida igual que ocultaba su rostro.
No, no me había muerto. No estaba en el cielo. ¡Estaba en una nave extraterrestre! ¿Cómo es posible que no me hubiera dado cuenta antes? Debí caer en la cuenta que cuando te mueres no te duele nada. No se cómo había llegado allí pero era evidente que me iban a abducir unos alienígenas para experimentar con mi valioso cuerpo.
Yo no estaba dispuesto a ello, así que en otro golpe de barriga intenté incorporarme nuevamente, pero literalmente se me vinieron todos encima. Alguien grito: seden a este desgraciado, y comenzaron a chutarme en vena jeringazos -uno tras otro hasta cuatro pude contar- y ya no supe más de aquel momento.
CUARTA PARTE
No recuerdo con exactitud el momento en el que comencé a tener conciencia de mi tediosa existencia en aquel lugar. Fue como un paulatino despertar de un profundo letargo. Poco a poco fui reconociendo un cuerpo que en principio se me hacía extraño. Había desaparecido mi preciada melena lacia y bien lubricada con los productos naturales que le proporcionaba generosamente mi propio cuerpo y había menguado alarmantemente mi barriga que aun apreciaba más. ¡Ay! esta barriga que tantas satisfacciones me ha dado que me ha salvado de tantas situaciones difíciles. Pronto recuperará su tono. De mis ojos había desaparecido esa mirada cautivadora y chispeante que tan interesante me hacía y que conseguía a base de lingotazos de cerveza en el bar de mi calle. Mis pies ya no sudan y ha desaparecido la costra que los protegía.
Los días transcurren en una monotonía insoportable. Una mezcla de languidez y sopor ha invadido mi cuerpo. Ya no soy ese tipo dicharachero que formaba corros en el bar con mis agudas ocurrencias. Levantar, aseo, desayuno comunitario, reunión en grupo, patio en grupo, comida comunitaria, siesta –ésta individual por más que me empeñe-, la chapa de turno, sala de estar en grupo, cena comunitaria y cama. Al día siguiente se repite la misma rutina. Como en la peli el día de la marmota pero sin que yo pueda añadir matices al guión.
El aseo procuro evitarlo cuantas veces puedo, ya que estoy convencido de que es por ahí, a través de las duchas,  por donde poco a poco nos van gaseando para debilitar nuestras fuerzas, anular nuestra voluntad y apoderarse de nuestros pensamientos. Si no, no se explica el lamentable estado de decaimiento en el que nos encontramos la mayoría. Vengo observando que los que más se duchan están peor. En las reuniones de grupo estoy continuamente asintiendo con la cabeza con unas grandes reverencias, dando apariencia de sumisión y así evito que me interroguen y puedan sonsacarme arteramente algo de mis planes evasores que vengo fraguando.
Un día intenté ligar –quizás mis modales no fueran los más ortodoxos- con la tía de la organización que nos proporciona tres veces al día chuches de colorines. Parece que no fue el momento oportuno por la concurrencia de público que en ese momento había y me castigaron varios días atado a la cama. Así que en lugar de camelarme a alguien para aliviar mi miserable estancia, pienso tomar la solución definitiva y escaparme un día a lo grande, como el protagonista de la peli alguien voló sobre el nido del cuco  y llevarme conmigo a todos mis compañeros aunque de muchos no me fío porque unos están bastante débiles y los más bastante tarados. ¡Qué habrán hecho con ellos para dejarlos en ese lamentable estado! Por eso quiero estar fuerte y procuro recopilar el complemento vitamínico de colorines que nos proporciona diariamente la chivata y que me dan mis compas. Unos voluntariamente, otros no. Con estos últimos tengo que utilizar sutiles métodos disuasorios. Al final todos ceden, menos uno que, además de loco, es agresivo y que cuando intento aplastarle con mi barriga contra la pared para convencerle, le da por morder.
Estoy empezando a sospechar que no estoy en un planeta lejano sino en la propia tierra. Así que no me desintegraré al salir al exterior, por lo que la huida será menos dificultosa y no necesitaré el artilugio para respirar que me estaba fabricando a base de bolsitas de plástico que recopilo por aquí y por allá. Seguramente los alienígenas han establecido una colonia en algún lugar ignoto de la superficie terráquea, por lo que es urgente que acelere mi fuga para advertir al mundo de sus aviesas intenciones. Pero debo hacerlo con celeridad porque cada día que pasa me cuesta más moverme, noto que mis fuerzas se debilitan y ya no puedo ver las cosas con la nitidez y clarividencia que siempre me han caracterizado.

Mi único pensamiento es ver la forma de salir de este lugar. Yo quiero volver a mi habitación, mi taller, mi bar y, si fuera posible, con mi novia. Aunque tal y como se están desarrollando los acontecimientos, puede que no exista ya nada de eso y, si existe, creo que ni tan siquiera me dejarán tomar mi cervecita a las ocho de la tarde, como todos los días, sentado en mi taburete y abrigando la vana esperanza de que aparezca la mujer a la que hace un tiempo amé pero que se fue con quien, también hace tiempo, fue mi jefe. El del abrigo de cuero que eché a perder con mi cerveza. El de las botas camperas con las que me fracturó tres costillas, el brazo derecho y me produjo múltiples erosiones repartidas aleatoriamente por la extensa superficie de mi cuerpo y de las que tardé en curar un tiempo que se me ha hecho eterno. Tan eterno como el que llevo sin ver a mi amada.